domingo, 23 de octubre de 2016

La guitarra de Bob Dylan

Siempre quise tener una guitarra como la de Bob Dylan. Acústica, de cuerdas metálicas, pero con cuerpo ligero, diseñada para hacer caminos con ella, acodada a la espalda. Se le ve sonreír portando su guitarra en la portada del disco Nashville Skyline. Se abrazaba a una Gibson Hummingbird, con su hermoso golpeador que adorna la boca de la caja acústica. Una guitarra muy años sesenta, de aromas californianos y hippies. Como las canciones de aquel álbum, editado en 1969 y que comienza con la versión dylaniana del tema de Johnny Cash, "Girl from the North Country". Es un disco atípico. Imaginamos a Bob en un club de carretera, alejado de los estándares del Dylan más ortodoxo. Country y a veces blues, con registros de voz casi irreconocibles y próximos a la estética crooner. Seguro que su Gibson Hummingbird hizo muchos kilómetros aquellos años. Pasarían otros tantos más hasta que yo pudiera rasguear las cuerdas de una que se le pareciera. A primeros de los ochenta, efervescente la euforia del pop, en algún momento, todos quisimos saber tocar la guitarra. Una versión clónica de la Hummingbird  fue mi regalo de Navidad en el 81. Ya  no existe la tienda en que me la compraron. Fue mi compañera en esa década de prodigios y de aprendizaje, alcé con ella los tabúes de la adolescencia, de sus cuerdas brotaron canciones y letras que hoy considero casi sagradas, pero que al igual que la edad, terminaron marchándose, como hojas flotando en el viento, dejando multitud de preguntas sin respuesta. Una vez más, Dylan ya lo había dicho: "The answer, my friend, is blowing in the wind". No sé qué pensaría si supiera que su melodía fue adaptada para ser cantada en la iglesia, como "The Sound of Silence" de Simon & Garfunkel o el Hallelujah de Leonard Cohen. Sea como fuere, está claro que el legado de Bob ha pasado a formar parte de nuestras vidas, que el inconsciente colectivo tiene algo de dylaniano.  Ahora, la Academia Sueca decide concederle el Premio Nobel de Literatura y las redes estallan. Solo él permanece ajeno, indiferente.  Quizá la mejor terapia sea leerle y escucharle. Es indudable que la música popular tiene una deuda con él, que siguiendo la estela de Woody Guthrie, sus letras, su estilo, dinamitaron la tradición del folk americano, que versiones de sus temas pueden escucharse desde The Rolling Stones, The Birds (con aquel inolvidable Mr. Tambourine Man), hasta Amaral, por citar solo algunos ejemplos. 


Bob Dylan con su guitarra Gibson Hummingbird,
en la portada de "Nashville Skyline"

El poeta continuó fiel a su guitarra, y yo seguí abrazándome a la mía, avejentada ya por la inapelable avalancha de los años, llena de polvo, reclamando un cambio de cuerdas y un ajuste de su alma. La madurez vistió los textos, impregnó los compases de otras cadencias, asomó tempestuoso el blues bajo los amarillentos cartapacios. Dylan permaneció sin embargo joven, trazando entre las líneas del pentagrama las claves con que interpretar este tiempo convulso que nos ha tocado vivir. No es la misma voz. Serpenteada de astillas, resuena ahora con impulsos eléctricos. Ya no se hace acompañar por aquella guitarra que un día codiciaran mis dedos; acaso ahora, la icónica Telecaster amarilla sea su confidente. La misma que sedujo a Lou Reed o Bruce Springsteen y que también yo he terminado acogiendo entre mis brazos, dócil dama de arpegios transparentes. Nada ha cambiado en Desolation Row. Suena distinto "Like a Rolling Stone", pero el resbaladizo crujido de la armónica continúa quebrando la cartografía de los silencios igual que antes, porque la poesía se dejó acunar por la música y quedó atrapada en su panal de infinitos acordes, viva para siempre en los trastes de su guitarra. 



Bob Dylan y su Fender Telecaster amarilla