Decía Joaquín Sabina en su canción Peces de ciudad, que recuerdo magníficamente interpretada en la voz de Ana Belén, "al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver". No comparto ese aserto y seguro que tampoco lo compartiría Jorge Luis Borges, que volvió a Ginebra para vivir, morir y descansar allí para siempre, proclamando que de todas las ciudades del mundo, de todas las patrias íntimas que un hombre busca merecer en el curso de sus viajes, Ginebra le parecía "la más propicia a la felicidad". Así quedó esculpido en la placa que existe en el número 28 de la Grand' Rue de la ciudad suiza, donde residió.
Sí, pienso que si uno fue feliz o se sintió acogido en un sitio, ha de tener la oportunidad de regresar para renovar y prolongar esa sensación de placidez y buenas vibraciones que un día experimentara, ignorando las supersticiosas maledicencias de quienes afirman que "segundas partes nunca fueron buenas" y que cualquier tiempo pasado siempre fue mejor. Es cierto que no todas las situaciones son iguales, que la conjunción de los astros y el flujo de las mareas llegan a condicionar las circunstancias en que se desarrollan los acontecimientos de la vida, pero también que asumir riesgos libera endorfinas y alimenta la inspiración de quien hace de la escritura su modus vivendi.
A estas alturas se preguntarán ¿a qué viene toda esta declaración de intenciones? Pues bien, la respuesta es sencilla. En estos días se está celebrando en Bogotá (Colombia), una nueva edición de la Feria Internacional del Libro (FILBo 2025), en la que España es el país invitado de honor. Y las fechas vienen a coincidir con las del año pasado, cuando uno estuvo allí durante casi dos semanas, rompiendo el cascarón de la cotidianidad y la rutina para descubrir la generosidad y el calor de tanta gente que, ahora, doce meses después, todavía mantienen un grandísimo apego hacia mi persona, suscitándose, de una a otra orilla del océano que nos separa, una saudade que es mutua y que no ha hecho más que incrementarse a lo largo de estas jornadas. Los recursos de que ahora disponemos, las comunicaciones telemáticas, redes sociales, transmisión de imágenes y palabras, se conciertan en estos casos para ofrecer una perspectiva ambivalente que es, de un lado, propiciadora del recuerdo, capaz de abolir, por unos instantes, la ceguera de la ausencia, pero de otro lado, lábil placebo que no puede reemplazar la calidez del encuentro, del abrazo y la palabra compartida.
¿Seguirá siendo la climatología tan caprichosa en aquellas altas tierras bogotanas?, desde donde uno amaestra su mirada para contemplar las dos caras de una realidad que se antoja paradójicamente antagónica, la de la urbe sin fin y la de la naturaleza que es antesala de ese mundo sin domesticar que se anuncia más allá de los cerros. La lluvia intermitente que ahora se precipita sobre mi ciudad pretende acaso ofrecerme un consuelo, buscando esa atmósfera proclive a dar rienda suelta a la memoria, trayendo de regreso aquellas sensaciones de ayer, cuando paseábamos por La Candelaria o hacíamos nuestros los versos de todos y de todas en ese escaparate universal que es FILBo, con sus pabellones repletos de cultura, con sus miríadas de gente en continuo tránsito, con sus aromas a arepas y ajiaco...
No, no he olvidado nada ni a nadie. Incluso me parece que al escribir me llega el olor de un café tinto, ese que seguro todos aquellos amigos están en este momento degustando, con el permiso de la diferencia horaria. Sí, tendré que volver. A ese lugar donde se fue feliz.