Necesitaba reconciliarme con Gabo si iba a visitar su patria. Retomar el contacto, convivir con él y rematar la faena a la vuelta. Porque Gabriel García Márquez está muy vivo. Forma parte de esa categoría de seres que, como dijera Hermann Hesse en El lobo estepario, han pasado a ser inmortales porque han superado la vida terrena y alcanzado el plano trascendental, desde el cual nos contemplan con una sonrisa.
Volver al universo de Gabo es releer La hojarasca, su primera novela y en la que sienta las bases de esa cosmología que significa Macondo. Ésa fue la tarea que me impuse antes de viajar a Colombia. Ahora puedo decir que lo más que me marcó de este libro fue su atmósfera, el caldo de cultivo sobre el que el autor edifica la secuencia dramática de una historia que relata desde la perspectiva de sus tres personajes principales y en torno al que, en la práctica, es el epicentro de todo ello, el doctor odiado por el pueblo y cuyo suicidio pone en marcha la trama. Claustrofobia, cercanía -casi se puede oler y tocar- de la muerte, tensiones que amenazan con quebrar el equilibrio de las fuerzas, temperatura sofocante. Elementos que apuntalan, sin duda, la construcción de ese realismo mágico que irá consolidando en sus siguientes obras y que culminará en Cien años de soledad.
Ya en tierras colombianas, todo delata la omnipresencia del escritor. En el stand de la Universidad de Cartagena, en FILBo, me calzo sus gafas que rezan "Gabo por siempre", junto a una mariposa amarilla. En Bogotá conozco y converso con Gustavo Tatis, periodista y poeta, gran conocedor de Garcia Márquez y de su obra, redactor cultural del diario El Universal, de Cartagena de Indias. Me lee y le leo. Intercambiamos poemarios. Hablamos de Gabo y le recordamos, le expreso mi fascinación por la historia de los Buendía y cómo me gustaría localizar alguna edición antigua de Cien años.
En FILBo, resulta imposible no toparse con la portada y los anuncios del libro póstumo de García Márquez que acaba de editar Random House, En agosto nos vemos. Ya lo tengo, pero me aguarda para después del regreso. Será el colofón de este itinerario y última etapa para completarlo, después de haber leído Memoria de mis putas tristes. Antes quedaba la visita a Zipaquirá, a su Colegio Nacional de Varones, hoy centro cultural, donde el Nobel se graduó el 9 de diciembre de 1946. Todo allí es un homenaje a Gabo, al Gabo lector, hombre del Caribe, poeta, reportero y narrador. Autor humilde, que afirmaba no ser "nadie más que uno de los dieciséis hijos del telegrafista de Aracataca", para sin pretenderlo, llegar a convertirse en universal, como los personajes de sus novelas.
Un apunte más, horas apenas antes de embarcar hacia España. Rumbo a mi biblioteca viaja un ejemplar de la tercera edición de Cien años de soledad, editado por Editorial Sudamericana, de Buenos Aires, en septiembre de 1967 (la primera edición salió en mayo de ese mismo año). El libro debió pertenecer al fondo bibliográfico del Colegio Santa Francisca Romana de Bogotá o a alguna persona vinculada a dicha institución, que se define como el "Primer colegio femenino de Colombia", por la pegatina que aún conserva en su portada. Formaba parte del acúmulo de libros de la librería Merlín, a la cual dedicaba una entrada anterior en este mismo blog.
Y para cerrar el círculo, completo ahora la lectura de En agosto nos vemos, un libro rescatado de entre los manuscritos y el material de García Márquez por el editor Cristóbal Pera, con el apoyo de los hijos del escritor, Rodrigo y Gonzalo García Barcha. Cuenta este volumen con un pequeño prólogo a cargo de éstos y una nota del editor al final del texto, con algunas imágenes facsimilares de los borradores del propio García Márquez. Unas y otras palabras sirven para dar cobertura a la tarea de recuperar una historia en la que Gabo había estado trabajando con altibajos y que finalmente parece que no se decidió a publicar. Incluso us hijos le suplican perdón por la osadía de haberlo hecho, esperando que la benevolencia de los lectores y un general beneplácito sirvan para aplacar el desagrado de su padre. En lo que a uno respecta, Gabo puede sentirse bendecido y satisfecho por la llegada a la imprenta de este texto. No se encontrarán en él los hallazgos sorprendentes y los recursos prodigiosos que caracterizan sus obras anteriores, pero la historia que le da cuerpo es en sí un florilegio de humanidad y de nostalgia, de resiliencia y capacidad de reafirmación personal. Tanto en el argumento como en la protagonista se detecta esa particular forma garciamarquiana de tratar el amor y asociarlo a la inexorable noria del tiempo, elementos presentes en obras como la ya citada Memoria de mis putas tristes, El amor en los tiempos del cólera o la misma Cien años de soledad. El tiempo como dueño y señor del destino, que marca y condiciona la travesía de los mortales, pero también el azar, al que se encomienda la heroína de este libro cada mes de agosto, en sus visitas a la isla donde reposan los restos de su madre. El amor, el tiempo, el azar, y la prosa elegantísima de García Márquez rescatados del cajón de su escritorio para deleite de su público. No puede Gabo guardar rencor hacia sus hijos por esta travesura de arqueología literaria. Muchas obras maestras han sido salvadas del fuego al que las habían condenado sus creadores. Qué diría Kafka, que encomendó a su agente y amigo de confianza Max Brod la tarea de quemar sus escritos, lo que éste no solo no hizo, sino que conservó sus papeles y contribuyó a su publicación después de la muerte del autor, de la que, por cierto, este año se conmemora el centenario. Benditos sean pues, todos estos herederos y albaceas.