Tarde de Año Nuevo reorganizando la biblioteca. Los meses que han quedado atrás han sido pródigos en lecturas y hallazgos literarios. Me han devuelto el interés -nunca abandonado- por los clásicos, por sus formas, contenidos y recursos. Al ir disponiendo cada volumen en los distintos anaqueles, parece posible reconstruir los fotogramas de este año ya caduco que, como aquellos, ha pasado a formar parte de nuestro particular archivo. Dos mil veintiuno ha sido el año en que vio la luz mi poemario Las erratas de la existencia y ahora, cuando ya trabajo en un nuevo proyecto, saboreo aún el dulce elixir de esas páginas, vertidas a la imprenta de la mano de Sial Pigmalión y que protagonizaron momentos inolvidables vividos a lo largo de este último semestre. Espero seguir disfrutando con el libro en el nuevo calendario recién abierto, tener la oportunidad de leer y compartir sus poemas, hacerlos llegar a un número mayor de lectores. Hacer balance de cuantos títulos me acompañaron durante el año que acabamos de despedir se antoja ardua tarea. Ahora, al sentir su tacto, percibir el olor y la rugosidad del papel, mientras voy colocándolos en los estantes, compruebo lo arriesgado que resulta hacer distingos, seleccionar una u otra voz en la arboleda de las palabras.
Después de casi dos años bajo el estigma de la pandemia, continúan vigentes las referencias que sostienen los pilares de mi escritura, la justificación del verso como respuesta frente a los aguijones de la realidad, método infalible para asimilar lo que nos rodea y vestirlo con nuestros propios ropajes. He leído mucho a Camus en estos meses. Sus zarpazos de lucidez condensados en unas pocas frases, pensamientos a la medida del mundo y la desconfianza del ser humano. El gran problema de la vida consiste en saber cómo pasar entre los hombres, nos dice el gran autor francés, y cuánta razón le asiste. Veo entonces hasta qué punto tenían sentido aquellos poemas que escribí sobre la existencia y la libertad. En un tiempo en el que todo parece sometido a los vaivenes del azar, donde la sorpresa es no sorprenderse por algo, la literatura deviene bálsamo que degustar sorbo a sorbo, sin caer en la tentación del espejo.
Me veo a solas, releyendo en silencio fragmentos de un libro cualquiera. Da igual cuál sea su título o su autor. Nuestra libertad comienza cuando somos capaces de no discriminar ningún texto que llega a nuestras manos. Para mejorar la concentración, elijo a Schubert. Admiro a Camus por su claridad de ideas, por la búsqueda incesante de argumentos para afirmar lo grandioso de la condición humana: Ni siquiera deseo ser un genio, pues bastante me cuesta ya ser un hombre.
Comienzo este nuevo tiempo con un gran descubrimiento que impulsa a continuar reflexionando en esa misma dirección. Se trata de los cuartetos de Emily Dickinson que acaba de publicar en una edición realmente exquisita la editorial Los libros del zorro rojo. La miniatura incandescente, con selección, traducción y prólogo de María Negroni e imágenes de Lucila Biscione es una delicia para los sentidos pero también para quienes quieran aproximarse a una autora del diecinueve cuya voz resuena absolutamente actual. Como explica María Negroni, estos cuartetos constituyen una curiosidad, "pequeños amuletos, miniaturas incandescentes", que encierran, como los carnets de Camus, certeras dosis de lucidez. Así, cuando nos dice que Fama es el halo que deja / El sabio en su nombre efímero - / El iris no de Occidente / Que tal como viene se va-.
El relato de las horas es deudor de la imaginación y del esfuerzo que hacemos para hacerla materia táctil. En eso consiste la creación, sea escritura, sea expresión plástica. Todo está inspirado por nuestro deseo de perdurar, de abolir de una u otra forma la certeza de nuestra propia caducidad.
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