Un verdadero privilegio el de poder presentar en el Aula de la Palabra de la A.C. Norbanova, junto a su autor, el libro "Breve catálogo de insectos y otros seres menudos", que el poeta José Manuel Vivas estrenaba tras su reciente publicación por la editorial Lastura. Se reproduce a continuación la reseña íntegra del poemario, elaborada expresamente para tal evento.
JOSÉ MANUEL VIVAS
en el AULA DE LA PALABRA.
Cáceres, 1 de
diciembre de 2017.
I. POESÍA PARA ABRIR LOS OJOS. José
Manuel es un poeta que sabe bien lo que quiere, que mira de frente a la
palabra, que concibe su trabajo como algo que va más allá de un mero ejercicio
estético. Aunque estas consideraciones resultan válidas para cualquiera de sus
obras, en “Breve catálogo de insectos y
otros seres menudos”, la concepción del poema como acicate para abrir los
ojos del lector, para hacerle pensar, para sacarle los colores, es más que
evidente, y es ahí donde precisamente reside la fuerza e intensidad de este
nuevo poemario del autor, que acaba de publicar la editorial Lastura, dentro de su colección “Alcalima”.
Leer a José Manuel es indagar en la utilidad de la poesía. Aun cuando en
su libro “Guaridas”, afirmaba que, en
el inicio, “el verso no es nada, la
palabra no es nada, la voz es apenas nada”, ese monstruo de fauces
hambrientas que es la poesía, terminará engulléndolo todo, vistiendo con sus
ropajes el grito que escapa de la garganta del poeta y que prende la pólvora
que da sentido a su discurso, comprometido y certero. Porque estas letras no
son en absoluto papel mojado, antes al contrario, duelen y se clavan, su
vocación está reñida con las maneras del olvido. Dice así el poeta: “…quien domina la palabra, / quien utiliza
su locuaz trascendencia/ es el portador de los sueños, / es el constructor de
la esperanza”. La palabra pues,
concebida como instrumento para cambiar el mundo, como antítesis del martillo,
del insensible filo de la espada. De sacudir la conciencia de la bestia, de
abrirle los ojos, se trata, de rescatar el resquicio de humanidad que aún late
en cada uno de nosotros.
II. A MODO DE LIENZOS O
EPISODIOS. El magnífico prólogo
que antecede la lectura de los poemas, realizado por Laura Giordani, comienza señalando que el autor ha escogido “el formato de catálogo” para construir
su poemario, en el que tendrían cabida objetos o personas cuya relación no
sería fortuita. Ciertamente, y aunque la idea del álbum o colección
entomológica parece estar presente en el propósito del escritor, que inunda los
poemas de continuas referencias a esos “insectos
y seres menudos” que figuran en el título, e incluso se permite aludir
expresamente al procedimiento de etiquetado o clasificación de los ejemplares,
como en el poema “Semillas en el asfalto”,
cuando dice: “Alguien los busca para
ensartar sus alas / con agujas de coleccionista / y exponer tales trofeos en
las grandes avenidas, /”, nuestra visión de la obra se orienta hacia otra
forma de interpretación de su estructura y contenidos, la que lleva a
contemplar cada poema desde la perspectiva del espectador que recorre una
exposición de fotografías, que presencia, impávido, la sucesión de noticias de
un telediario… Así, cada poema se concibe como un episodio, un lienzo que el poeta viste con las instantáneas de la
realidad, la que nos rodea y que tantas veces ignoramos o directamente
apartamos, desenchufando el televisor o pasando con rapidez los pliegos del periódico.
Se articula el libro sobre la base de
dos grandes bloques temáticos, que el poeta intitula “Prole” y “Memoria y olvido”.
No obstante, un poema se erige en antecedente y piedra angular de toda esa
construcción posterior, el que lleva por título “Presentación de la bestia”. Muchas claves de lo que vendrá después
se contienen en estos versos, que hablan de un “animal que no protege a su prole”, de un “bípedo animal incongruente”, desgarrador retrato de un hombre al
que se presenta como criatura impía y cruel, con “el rumor de la muerte en sus orillas”.
Comprendemos de este modo el subsiguiente desfile de cuadros y episodios
que delatan cada una de las manifestaciones de esa impiedad. En las páginas de “Prole”, el poeta no hace más que mirar
a su alrededor, para inmediatamente, ir recibiendo señales que traduce al
lenguaje de las palabras, sin eufemismos ni comedimiento alguno. Recurre sin
titubeo al rostro más descarnado del idioma, provocándole al lector un nudo en
la garganta, un sentimiento rayano en la desesperanza. Contemplamos pues a través de sus versos el
drama de las pateras, el de los niños-soldado, el de las favelas, el de la
hambruna de los más pequeños en los países del cuerno de África… Y es que el
dardo que lanza el poeta viene impregnado con la sangre de los más débiles, de
los más insignificantes e inermes seres que pueblan las tierras de este planeta
donde reina la injusticia, los insectos que cualquiera puede pisotear o
aplastar a su antojo, con un mero golpe de sus botas. La pintura de un universo consumido y
acorralado adquiere tintes de crudeza documental en poemas como “Sombras de San Petersburgo”, donde el
autor recorre, inopinado testigo, las estancias más infames del submundo: prostitución, niños sin destino, droga,
hambre… logrando un fuerte impacto visual por medio de imágenes de gran
carga dramática: “apenas le aguantan diez
años de vida”, “encontrarán su cuerpo
/ inerte bajo la tenue luz / de la bombilla de una calle / sin salida /”. La camada de la bestia, indefensa y abandonada
a su suerte, mendiga así en las escaleras del metro o se pierde a merced de los
proyectiles que reparten guerras olvidadas entre las dunas del desierto,
víctimas de un destino que no pudieron elegir: “nacieron aquí sin remedio”, apostilla el poeta. Idéntica línea
argumental se mantiene en poemas como “Ablación”,
uno de los más inquietantes del libro, donde esa aludida indefensión de las
víctimas se desenvuelve ante la indiferencia de quienes debieran evitarla o la
obediencia sin sentido a los dictados de un dios despiadado e incomprensible. Y
continúan los pequeños insectos, invisibles, condenados al olvido,
protagonizando los versos que José Manuel cincela a golpe de conciencia
comprometida, de llamada de atención. Las mariposas alquiladas a plazos, las
polillas que pululan por callejas y oscuros polígonos, los niños mutilados por
el azote de las minas antipersonales, en otro de los poemas que no dejan
indiferente al lector, que debería hacerle levantarse de su cómodo sillón,
impulsarle a actuar del modo que sea, para evitar la indefinida prolongación de
esta barbarie.
Otra vez el poeta se disfraza de pintor, de cineasta improvisado, para
dejarnos auténticos fotogramas verbales, secuencias que relatan a la perfección
el objeto de su mensaje. Impresionan nuevamente, por el equilibrio de contenido
y crudeza idiomática, “Retrato”, “La
escasez de los días”, “Mujer con niño ahogado en sus brazos”, poemas
ornados de un cierto toque lorquiano con reminiscencias al dramatismo de
algunos pasajes de “Poeta en Nueva York”.
No es posible concluir este
recorrido por la primera parte del poemario sin hacernos eco del poema “Hambre”. Aquí el catálogo es de
sensaciones, de indagación en la propia fisiología del intérprete, llamado a
compartir la laceración que supone para el organismo la ausencia de
alimento. Otra de las claves presentes
en el libro es el aullido de la memoria, algo que impregnará toda su segunda
parte y que en esta primera ya se intuye en poemas como “Fosas comunes”. Aunque el
poeta ofrece una visión desoladora de aquellos escenarios en los que el hombre
ha sembrado su ponzoñosa semilla, parece abrir un portillo a la esperanza, si
bien vuelve a evocar las sombrías estadísticas que proclaman que los seres
menudos, los desheredados, seguirán siendo presas de su afán depredador. Solo
es “cuestión de tiempo”, el que
necesitará el lector para descubrir la parte de responsabilidad que en todo
esto le corresponde, algo a lo que nuevamente apela el poeta en el inicio de la
segunda parte del libro, empleando hábilmente las conjugaciones verbales.
III. PARA PRESERVAR LA MEMORIA Y DESTERRAR EL OLVIDO. Recordando
versos propios de quien ahora escribe, “No
hay peor enemigo que el olvido. /Más certera su daga que la propia muerte.”
La poesía es antídoto para conjurar el azote de la desmemoria, ya sea
voluntaria o patológica. Donde las voces continúan clamando, donde los
corazones siguen latiendo, esquivando la trayectoria de la metralla, cuando
alguien pide que su nombre no se borre de la historia, ahí estará el poeta para
dejar testimonio.
José Manuel indaga ahora en la necesaria búsqueda de las huellas, entre
los resquicios maltrechos de la existencia, clama una justicia que no encuentra
frente al envite de la tormenta que difumina los rasgos de los rostros, las
letras de los nombres. Si el primero de los bloques del libro entregaba el
protagonismo de los versos a la insignificancia de los seres, a su indecente
vulnerabilidad, el segundo de aquéllos dibuja escenarios desolados que
recuerdan las figuraciones de El Bosco,
lugares de pesadilla que surgen de la indiferencia y la desidia. Participan de
estos ingredientes poemas como “Ciudad
tomada” o “Que todo era mentira”.
Otros remiten a tiempos y acontecimientos igualmente teñidos por el desencanto.
Mientras, en medio, continúan volando enjambres de moscas, silbando los
grillos, batiendo las libélulas sus transparentes alas. Siguen ahí los niños,
soñando, ensayando zambullidas sin red, habitando territorios que no se
hicieron a su medida. Será difícil cerrar las cicatrices, apagar las brasas del
acero, mientras siga habiendo un Aylan
tendido en la playa, a merced de las caprichosas olas, aguardando su cita con la
insolidaridad, la misma que enciende los ojos de aquellos, cucarachas para el poeta, que, caminando a nuestro lado, conspiran
y murmuran. Se calza el autor, para concluir su ingrato recorrido, la piel de
los refugiados, la de quienes desde lejanas tierras anhelan una realidad
diferente que no necesariamente existe ni encuentran: “Dadme la paz y el cobijo, / la vela encendida /, la noche sin desvelos
/”. El hombre se somete a su penúltimo examen de humanidad. La poesía de
José Manuel quiere abrirnos de nuevo los ojos con su repertorio de realismo,
con su compromiso, con la serenidad de su lenguaje sencillo y directo, “sin pasaporte ni papeles”, como reza en
uno de sus poemas. No es lugar para buscar florituras ni ingenios estilísticos.
A José Manuel le interesa transmitir, hacer de su palabra un aguijón que, como
el de algunos de estos insectos que protagonizan su discurso, penetre en la
dermis del lector, adormecida y apergaminada por la rutina. Para poner “Punto final”, los dos universos que conviven en el libro
protagonizan un último poema; la prole y la memoria, los hijos del hambre y la
falsa opulencia, que, y así parecen sugerir las palabras del poeta, también
tiene los días contados.
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