La lectura de "La señora Dalloway" de Virginia Wolf, en estos días de verano, ambientada en el Londres posterior al fin de la Primera Guerra Mundial me ha devuelto al ambiente urbano de las calles de aquella gran urbe que he tenido la oportunidad de visitar en varias ocasiones, la última, hace ya cinco años. No es sin embargo este un libro fácil ni susceptible de una lectura ligera. La ciudad se hace presente como universo que abarca (aunque también hay referencias a otras localizaciones) el tránsito de las vidas de los personajes, pero son sin duda alguna estos los que otorgan verdadera energía al relato, aun cuando sus pasos les lleven a ubicaciones o momentos claramente identificables como propios de la capital inglesa, como sus parques, sus avenidas, sus palacios, sus características mansiones georgianas. Virginia Wolf construye la novela situando a sus figurantes en una concreta dimensión temporal, al modo de Joyce en su Ulysses, con su protagonista Clarissa Dalloway como eje vertebrador de los acontecimientos que se van produciendo y en torno a la que pululan todos los demás, vinculados a ella de algún modo y que, en su mayor parte, terminarán confluyendo en la reunión social que la dama ha organizado en su casa. Si hoy Londres es una ciudad cosmopolita, multicultural y donde tienen cabida sensibilidades de todo signo, en aquellos años veinte del pasado siglo, Virginia Wolf ofrece un retablo psicológico, cargado de ironía y mordiente, de estos personajes que coexisten en una elitista atmósfera londinense donde la mujer ha vivido condicionada por las reglas de un mundo netamente masculino y donde lo que ahora conocemos como "postureo" domina las convenciones y ritos sociales, heredados del puritanismo victoriano. Pero las mujeres de la novela no desempeñan, ni mucho menos, una posición pasiva en orden a los acontecimientos que irán desarrollándose, destacando la precisa arquitectura psicológica que la autora les confiere. Así, más allá de las encorsetadas Clarissa Dalloway o Rezia Warren, plegadas a la exaltación de la superficialidad, la joven Elisabeth Dalloway respira de forma bien distinta, adolescente que contempla la ciudad, así como su futuro, desde ópticas que anteponen la propia realización como persona en un momento en que el mundo parece querer despertar y liberarse de viejas ataduras, algo que su madre no comprende y que incluso percibe con disgusto, como su complicidad con el personaje de Doris Kilman, a la que considera su enemiga. Y sorprende que la protagonista hubiera admirado e imitado en otro tiempo a su amiga Sally Seton, rebelde, inconformista, políticamente incorrecta... En medio de todo este bosque de caracteres diversos, que confrontan y a la vez alían fuerzas, dentro del tono grisáceo con que la pluma de Wolf cincela a los personajes masculinos, dos de ellos se destacan sobre el resto por la intensidad de sus convulsas historias, responsables de sus respectivos perfiles conductuales. Hablamos del enamoradizo, inquieto y desafortunado Peter Walsh y de Septimus Warren Smith, este último, protagonista de un destino trágico fruto de su cruel experiencia durante la guerra, que habría terminado dinamitando su fe en la vida y cuya crónica discurre en paralelo a la de la protagonista principal, a modo de trama argumental independiente. Muchos otros personajes interactúan en esta instantánea de un tiempo, un lugar y una forma de relacionarse que, desde el principio, están heridos de muerte. La vanidad, los vacíos alardes de quienes buscan su sitio en los escaños de una sociedad hipócrita, terminarán cediendo paso a otra realidad forzada a abrir los ojos, a valorar lo que realmente merece la pena, ser uno mismo, ser una misma.
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