Cincuenta años después vuelvo a escuchar los cánticos y los requiebros del sitar. Las imágenes de archivo me devuelven los aromas del sándalo y el cannabis, la energía de un Bob Dylan todavía joven, el altruismo de George Harrison, el virtuosismo de Ravi Shankar, las soledades y los huérfanos de Bangladesh. Cuando el mundo aún vivía la resaca que supuso el anuncio de la separación de The Beatles y asistía conmocionado a la desaparición de icónicos artistas que habían impregnado con su rebeldía la convulsa transición entre las décadas de los sesenta y los setenta del pasado siglo, como Janis Joplin, Jimi Hendrix o Jim Morrison, vigente aún el estertor bélico en el sureste asiático y los rescoldos de la subcultura hippie, otro conflicto, la Guerra de Liberación de Bangladesh (antiguo Pakistán Oriental), con sus miles de refugiados y la catástrofe natural que azotó aquellas tierras en forma de ciclón, vendrían a alimentar la celebración, hace hoy cincuenta años, del primer concierto benéfico de la historia, el que tuvo lugar en el Madison Square Garden de Nueva York el 1 de agosto de 1971, con el fin de recaudar fondos para paliar la enorme tragedia humanitaria que todo aquello supuso.
Creyeron entonces que una nueva humanidad era posible, que merecía la pena levantar las manos y quitarse las sandalias, que el amor podía fecundar las masas y forzar una salida libre de cinismo a tanta indigestión de ideas. Escuchar los temas que interpretaron genios como George Harrison, Ravi Shankar, Bob Dylan, Eric Clapton, Ringo Starr o Billy Preston nos devuelve ahora a unos años en los que la búsqueda de una conciencia espiritual universal inspiró la música, el arte, la forma de vida de una generación desencantada que sentía en sus carnes la amenaza de la guerra y la creciente deshumanización de la sociedad.
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