sábado, 16 de agosto de 2025

Y en Milán, finaliza nuestro viaje

Llegamos a la última de las crónicas sobre nuestro viaje a Italia. Partimos de la estación Termini, en Roma, epicentro ferroviario de la ciudad eterna. Como proclama el dicho, "Todos los caminos conducen a Roma", y de allí salimos con rumbo al norte, a la Lombardía y su capital, la elegante Milán. Las antiguas calzadas han dejado paso a los caminos de hierro, y desde el Foro, donde se situaba el Milliarium Aureum, erigido en el año 20 de nuestra era por el emperador Augusto, a bordo de los vagones del Freccia Rossa, salimos finalmente de Roma, un poco más ligeros de equipaje, que como llegamos, para atravesar la península italiana como aquel Expreso Milán-Roma al que mi admirado Antonio Colinas dedica un poema en su libro Astrolabio, recreando su itinerario por la Toscana, Carrara y Pietrasanta, sin olvidar la legendaria Tarquinia. 

Es mediodía en Milán cuando desembarcamos en la imponente Estación Central. Afuera, ya se advierte una atmósfera bien diferente a la de los días pasados en el Lazio. Acaso la proximidad de los lagos, la brisa lejana de los Alpes. Es la ciudad de un Leonardo omnipresente, cuya banda sonora evoca las óperas verdianas y los ecos románticos del Risorgimento. Al acceder al metro en Porta Venezia, nos sorprende el ensayo de un flashmob en el vestíbulo. Varias decenas de chicas se preparan quizá para ejecutar su número de baile en la explanada del Duomo, precisamente a la que nos dirigimos. No es infrecuente ver allí actuaciones de este tipo y me viene a la memoria la que llevó a cabo Laura Pausini en noviembre de 2011 para presentar su nuevo single "Non ho mai smesso". Al llegar a la plaza, sin embargo, lo que nos encontramos es un grupo de peregrinos en ruta hacia Roma para celebrar el Jubileo. Y eso sí, muchos turistas, incombustibles al calor y las aglomeraciones. 





Duomo de Milán, peregrinos y aspecto de la Plaza


Flashmob con Laura Pausini en la Plaza del Duomo

La oferta cultural que se concentra en ese espacio no da tregua. Imprescindible la visita a la catedral, maravillosa mole blanca de corte gótico coronada por la imagen de la Madonnina, estatua de la Virgen realizada en cobre dorado. Si ya impresiona la visión de la fachada, no menos sucede con el interior, selva de pilares jalonados de esculturas iluminadas por la claridad que penetra a través de todo un océano de maravillosas vidrieras. Próximo al templo, en el Palacio Real, las esculturas, maquetas y otros elementos que expone el Museo, facilitan al visitante la comprensión del proceso constructivo y la riqueza inabarcable del edificio. 




Interior del Duomo, vidrieras y esculturas en el museo


Entradas, billetes de metro y folletos de visita de museos y atracciones de Milán

Atravesando la elegante Galería Vittorio Emanuele II, con sus establecimientos no aptos para todos los bolsillos, vuelve la música a ser protagonista. Frente a nosotros se alza el Teatro alla Scala, icono del bel canto y del verismo operístico. Un tranvía se detiene ante su pórtico, inspirando una bella instantánea, que sería completa de poder asistir a la representación de alguna de las obras de Verdi o Puccini que se estrenaron allí en su día. 



Aspectos de la Galería Vittorio Emanuele II



Edificio y programación del Teatro alla Scala

No lejos, a primera hora de la mañana, nuestros pasos nos llevan al entorno del Castello Sforcesco y el Parco Sempione, hasta llegar al Arco della Pace, de innegables semejanzas con el arco de Constantino en Roma, y que corona una imponente cuadriga. Se respira sosiego y calma a lo largo de aquellas verdes avenidas donde desconectar del ajetreo urbano parece posible. Patos, carpas koi, incluso ardillas, invitan al viajero a reconciliarse con la naturaleza. 





Castello Sforcesco, parque y Arco de la Paz

Hemos comido en un vegetariano del barrio de Brera, cerca de la Pinacoteca, después de perdernos por sus calles y curiosear en sus locales bohemios. Recobradas las fuerzas, el itinerario vinciano nos conduce a la Basilica de Santa Maria delle Grazie, donde se encuentra el famoso Cenacolo. Sin entrada, que hay que reservar con meses de antelación, tendremos que conformarnos con visitar el templo, que en todo caso, también merece la pena. ¡Cuántas historias y teorías de la conspiración han surgido de la contemplación de este fresco de Leonardo! ¿Quién es el personaje que aparece a la derecha de Jesucristo, hombre o mujer, Juan o María Magdalena? Solo el maestro lo sabe, solo Leonardo y su auténtico Código Da Vinci, que no el de Dan Brown. 






Basílica de Santa María de Gracia, Cenacolo Vinciano e interior del templo

La Bibliotheca Ambrosiana, siguiente parada en este itinerario, nos deja una versión en acuarela del conocido cuadro El beso, de Francesco Hayez, el cartonaje de La Escuela de Atenas de Rafael, el Cesto con frutas de Caravaggio, y por supuesto, el inefable Leonardo, con su Retrato de un músico o la exposición de dibujos del Codex Atlanticus. Una de las vitrinas conserva lo que se dice es un mechón de pelo de Lucrecia Borgia, personaje de raíces ibéricas que protagonizó una vida de novela e inspiró a poetas y artistas de la talla de Pietro Bembo, Víctor Hugo o Dario Fo. Tras visitar la cripta, volvemos a la bulliciosa Milán para apurar las últimas horas de nuestro viaje disfrutando de su animada vida comercial, sus tiendas de moda, sus galerías, y algún que otro establecimiento atípico como la tienda Pop Mart, con sus largas colas, cuyos muñecos y diseños constituyen verdaderos iconos en el universo de las redes sociales hasta el punto de convertirse en un sorprendente fenómeno fan. 



Cesto con frutas, de Caravaggio


La Escuela de Atenas, de Rafael


El beso, de Francesco Hayez



Biblioteca Ambrosiana y Cripta

Frente a la decadente Roma, con su inmortal pasado, Milán representa el rostro de la modernidad, del tiempo que no se detiene. 











sábado, 9 de agosto de 2025

Regreso a Pompeya

La tragedia vivida por los habitantes de la ciudad romana de Pompeya, en el año 79 de nuestra era es uno de esos hitos históricos que ha dejado huella en el imaginario colectivo desde que a mediados del siglo XVIII se iniciasen las excavaciones en el sitio arqueológico, precisamente durante el reinado de Carlos VII de Nápoles (posteriormente Carlos III de España). Los hallazgos y el redescubrimiento del pasado conectaron con el naciente movimiento del Romanticismo, convirtiéndose en un tema recurrente en los diferentes ámbitos del arte.  Hoy, en el siglo veintiuno, la estampa del Vesubio continúa infundiendo respeto, aun cuando desde 1944 su vientre permanece en reposo, y solamente su imponente silueta alzada sobre el Golfo de Nápoles mantiene vivo el recuerdo de sus pasadas erupciones, algo que, sin embargo, no habría disuadido a las casi tres millones de almas que se asientan en sus zonas aledañas, confiadas de que aquel episodio de la antigüedad no volverá a repetirse. Como un dios dormido, resplandece el monte sobre el azul del Adriático, testigo de las mutiladas columnas de lo que un día fueran templos en el rectángulo del Foro, desvencijados mármoles del tiempo de los Flavios, rescatados bajo el manto de la ceniza.


Foro de Pompeya con el Vesubio al fondo

Pompeya son todavía sus calles, sus manzanas de viviendas y comercios, las voluminosas piedras que conforman su pavimento. Es el testimonio de un tiempo en el que reinaba la vida, cuando, en palabras de Antonio Colinas (XI, Noche más allá de la noche), "está firme aún el mármol, y seguros, los besos  / en los besos se sacian de bocas prodigiosas". Aún se respira humedad bajo las bóvedas de las termas. Donde estuvo el frigidarium, viene a la mente la imagen de los bañistas, ignorantes del destino que aguardaba, del veneno que fermentaba en las entrañas de la montaña. Junto a las termas, aún pueden verse los mostradores donde se servía el vino, los hornos donde se cocía el pan. Se escucha lejano el eco del trasiego de las gentes en la mañana cálida. Y como entonces, también hoy arde el mar, parafraseando a Gimferrer. 





Calles de Pompeya, interior y detalle de las termas. Hornos de pan

Es mediodía y el sol de julio deja su mella en los rescoldos de la piedra, en la avenida donde todavía se erigen los monumentos de la necrópolis, camino de la Villa de los Misterios, en el extrarradio de la urbe. Como en la Vía Appia, los pompeyanos también eligieron las afueras para instalar sus túmulos, y éstos parecen haber permanecido inmunes a la avalancha de material volcánico, lluvia de muerte donde ya reinaba la muerte. 



Construcciones funerarias en la necrópolis

Más allá, ante la impresionante mole de la Villa de los Misterios, uno no puede sino admirar la magnificencia y esplendor de las mansiones patricias, el elegante atrio, el triclinium, con sus maravillosas y bien conservadas pinturas de contenido mitológico, cuya interpretación no es pacífica, aunque por lo general se identifican con un ritual de iniciación al culto de Dionisio.  Me detengo en la escena del primero de los paneles situado a la derecha. Una joven observa al visitante con su mirada de veinte siglos mientras una criada le peina la melena. Completa la escena la representación de Eros que, espejo en mano, refleja el rostro de aquélla, ya purificada después del rito. Ha completado su transición a la edad núbil, aunque conserva en los ojos el brillo de la adolescencia y acaso un cierto atisbo de picardía e insolencia. Uno se siente intruso en un territorio donde el reloj se detuvo inopinadamente, donde sus habitantes quedaron petrificados en los moldes del silencio. Rescato aquí los versos del extremeño Santos Domínguez, que cierran su poema sobre Pompeya, incluido en el libro Regulación del sueño, y que expresan esa sensación: "...la luz incandescente de un tiempo sin orillas / y el silencio inclemente de la piedra fundida".  


Villa de los Misterios


Pinturas del triclinium


Pompeyano conservado en yeso


Detalle de las pinturas

Se han convertido en leyenda aquellos últimos días de la ciudad, han inspirado historias, ficciones sobre sus habitantes y el forzado abandono de sus viviendas. Desde el historiador romano Plinio el Viejo, que pereció a consecuencia de la inhalación de los vapores tóxicos, hasta Edward Bulwer Lytton, autor de la novela Los últimos días de Pompeya (1834), la erupción del Vesubio ha llenado páginas, iluminado pinturas y despertado el interés de los cineastas, que han fantaseado con los episodios y las secuencias de los días anteriores y posteriores al desastre. Hoy, aquel aire, repleto de iconos, acaso ebrio del pasado, dispersa ahora el plomizo residuo que encaneció como luctuosa caricia las curtidas espaldas, los paganos misterios. Se detuvo el reloj, se astillaron los muros, congelado el olor de la piel en los lupanares, ajeno el placer al acecho de la muerte. 












domingo, 3 de agosto de 2025

Roma, peligro para caminantes

Efectivamente, tenía razón Rafael Alberti cuando titulaba el primer libro de su etapa romana, Roma, peligro para caminantes. Desde entonces, en 1968, la ciudad eterna, sin duda ha cambiado, ha contemplado el ascenso y el entierro de cinco papas, se ha desperezado entre hordas de turistas ansiosos de fotografiarse ante sus piedras, pero, pese a todo, no creo que haya dejado de ser la misma metrópoli deslavazada y decadente que acogió el exilio del poeta gaditano y le inspiró aquellos versos en los que la retrata con ironía, ciudad de piedras y grietas, de innumerables fuentes de aguas ajenas. Tantos años después, las calles y las plazas romanas siguen conservando esa pátina de verdín que supuran las aguas del Tíber y avejenta la ciudad, cansada, y sin embargo, inquieta, escenario de riesgo para el transeúnte que confiado se inmiscuye en la turbamulta de sus rincones y sus transportes.  Desde Termini a Octtaviano, la anaranjada sierpe del metro es el paraíso de quienes, con alargadas manos, se alimentan de lo ajeno, a golpe de descuido, cuando el ingenuo baja la guardia, tan solo preocupado por mantener el equilibrio a bordo del vagón, atestado de almas. Lo digo por experiencia propia, la de una mañana en que me vi pobre, "como un gato del Coliseo", en palabras de Pasolini, "apretujado en un autobús renqueante", protagonista de "un calvario de sudor y ansiedad"


Coliseo en plena canícula

Pero Roma es mucho más que un peligro para caminantes, es también el testigo inmarcesible de mil vidas e historias, versos sueltos, almuerzos en el bochorno de Piazza Navona, a base de pizza o pasta a la amatriciana. Hemos subido hasta el Gianicolo después de visitar el Vaticano y recorrer las estaciones de ese víacrucis del arte que componen La Pietá, el Baldaquino y la cúpula de Michelangelo, sin descuidar el obligado saludo a San Pedro, sedente e inmovilizado, en cuyos labios Alberti ponía un deseo: "Haz un milagro, Señor. Déjame bajar al río, volver a ser pescador, que es lo mío". La vista desde la Passeggiata del Gianicolo es impresionante. Se comprende por qué personajes como Torcuato Tasso o Felipe Neri eligieron estos parajes para sus meditaciones o para invocar la inspiración. Aún pueden verse allí los restos de la encina bajo la que el autor de la Jerusalén liberada convocaba a las musas, hoy reducida a pura madera fósil tras ser víctima de un rayo. 


Piazza Navona, al mediodía


Imagen de San Pedro en el Vaticano



Perspectivas de Roma desde el Gianicolo


La "Querzia" de Tasso en el Gianicolo

Desde allí hasta el Cementerio Acatólico, junto a la Porta de San Pablo, en las proximidades de la Vía Ostiense, queda un trecho que evocar con la lectura de la "Noche Tercera", de aquellas Cuatro noches romanas del novísimo Guillermo Carnero. Allí reposan las cenizas de Keats y Shelley, románticos ingleses que encontraron en Roma su última morada. Uno es aquel "cuyo nombre fue escrito en agua" y el otro "Cor cordium", vecino en su dolor del ángel postrado sobre el icónico túmulo de Emelyn Story, construido por su esposo y con quien también descansa.

                      

Tumba de John Keats en el Cementerio protestante de Roma

La ciudad eterna es escenario proclive al romanticismo que exhalan sus ruinas, los templos de Saturno y Vesta en el Foro, las escalinatas de Piazza di Spagna, tan manidas y ahora vedadas al solaz de los viandantes, como el agua de la fuente Barcaccia, por orden del ayuntamiento romano. Es otra historia lo de Trevi. Nada que ver con la crónica de Manuel Vilas, que en su libro Roma, recuerda la estampa de la mítica Fontana durante los meses de la pandemia, preñada entonces de soledad y miedo: "...hoy la peste te ha dejado sola, sola como yo, los dos solitarios más románticos de la Roma en cuarentena". Han regresado los millones de turistas, peleándose por un espacio desde el que cumplir con la tradición de lanzar una moneda a sus aguas. Se ha evaporado con ello todo atisbo de romanticismo, prima ahora el tópico, los ridículos selfies y el postureo barato.  

Estereoscópica del Templo de Saturno, en el Foro de Roma (primeros del siglo XX)


Escalinatas de la Plaza de España desde la terraza de la Casa de John Keats


La Fuente de la Barcaccia en Plaza de España


Fontana di Trevi

Desde la cima del Campidoglio, después de pasear por los jardines de Villa Caffarelli y contemplar la rocambolesca reconstrucción del Coloso de Constantino, despedirse de Roma resulta fácil, guardando en la retina la señorial perspectiva de Piazza Venezia y del Vittoriano, en un descenso hacia la cotidianidad de la urbe cuyos secretos Castor y Pollux sabrán custodiar hasta un nuevo retorno, si el tiempo y los dioses así lo quisieran. 


Coloso de Constantino

 






Piazza Venezia
















Monumento a Víctor Manuel II (Vittoriano)

Escalinatas del Capitolio con las estatuas de los Dioscuros, Castor y Pollux