Llegamos a la última de las crónicas sobre nuestro viaje a Italia. Partimos de la estación Termini, en Roma, epicentro ferroviario de la ciudad eterna. Como proclama el dicho, "Todos los caminos conducen a Roma", y de allí salimos con rumbo al norte, a la Lombardía y su capital, la elegante Milán. Las antiguas calzadas han dejado paso a los caminos de hierro, y desde el Foro, donde se situaba el Milliarium Aureum, erigido en el año 20 de nuestra era por el emperador Augusto, a bordo de los vagones del Freccia Rossa, salimos finalmente de Roma, un poco más ligeros de equipaje, que como llegamos, para atravesar la península italiana como aquel Expreso Milán-Roma al que mi admirado Antonio Colinas dedica un poema en su libro Astrolabio, recreando su itinerario por la Toscana, Carrara y Pietrasanta, sin olvidar la legendaria Tarquinia.
Es mediodía en Milán cuando desembarcamos en la imponente Estación Central. Afuera, ya se advierte una atmósfera bien diferente a la de los días pasados en el Lazio. Acaso la proximidad de los lagos, la brisa lejana de los Alpes. Es la ciudad de un Leonardo omnipresente, cuya banda sonora evoca las óperas verdianas y los ecos románticos del Risorgimento. Al acceder al metro en Porta Venezia, nos sorprende el ensayo de un flashmob en el vestíbulo. Varias decenas de chicas se preparan quizá para ejecutar su número de baile en la explanada del Duomo, precisamente a la que nos dirigimos. No es infrecuente ver allí actuaciones de este tipo y me viene a la memoria la que llevó a cabo Laura Pausini en noviembre de 2011 para presentar su nuevo single "Non ho mai smesso". Al llegar a la plaza, sin embargo, lo que nos encontramos es un grupo de peregrinos en ruta hacia Roma para celebrar el Jubileo. Y eso sí, muchos turistas, incombustibles al calor y las aglomeraciones.
La oferta cultural que se concentra en ese espacio no da tregua. Imprescindible la visita a la catedral, maravillosa mole blanca de corte gótico coronada por la imagen de la Madonnina, estatua de la Virgen realizada en cobre dorado. Si ya impresiona la visión de la fachada, no menos sucede con el interior, selva de pilares jalonados de esculturas iluminadas por la claridad que penetra a través de todo un océano de maravillosas vidrieras. Próximo al templo, en el Palacio Real, las esculturas, maquetas y otros elementos que expone el Museo, facilitan al visitante la comprensión del proceso constructivo y la riqueza inabarcable del edificio.
Atravesando la elegante Galería Vittorio Emanuele II, con sus establecimientos no aptos para todos los bolsillos, vuelve la música a ser protagonista. Frente a nosotros se alza el Teatro alla Scala, icono del bel canto y del verismo operístico. Un tranvía se detiene ante su pórtico, inspirando una bella instantánea, que sería completa de poder asistir a la representación de alguna de las obras de Verdi o Puccini que se estrenaron allí en su día.
No lejos, a primera hora de la mañana, nuestros pasos nos llevan al entorno del Castello Sforcesco y el Parco Sempione, hasta llegar al Arco della Pace, de innegables semejanzas con el arco de Constantino en Roma, y que corona una imponente cuadriga. Se respira sosiego y calma a lo largo de aquellas verdes avenidas donde desconectar del ajetreo urbano parece posible. Patos, carpas koi, incluso ardillas, invitan al viajero a reconciliarse con la naturaleza.
Hemos comido en un vegetariano del barrio de Brera, cerca de la Pinacoteca, después de perdernos por sus calles y curiosear en sus locales bohemios. Recobradas las fuerzas, el itinerario vinciano nos conduce a la Basilica de Santa Maria delle Grazie, donde se encuentra el famoso Cenacolo. Sin entrada, que hay que reservar con meses de antelación, tendremos que conformarnos con visitar el templo, que en todo caso, también merece la pena. ¡Cuántas historias y teorías de la conspiración han surgido de la contemplación de este fresco de Leonardo! ¿Quién es el personaje que aparece a la derecha de Jesucristo, hombre o mujer, Juan o María Magdalena? Solo el maestro lo sabe, solo Leonardo y su auténtico Código Da Vinci, que no el de Dan Brown.
La Bibliotheca Ambrosiana, siguiente parada en este itinerario, nos deja una versión en acuarela del conocido cuadro El beso, de Francesco Hayez, el cartonaje de La Escuela de Atenas de Rafael, el Cesto con frutas de Caravaggio, y por supuesto, el inefable Leonardo, con su Retrato de un músico o la exposición de dibujos del Codex Atlanticus. Una de las vitrinas conserva lo que se dice es un mechón de pelo de Lucrecia Borgia, personaje de raíces ibéricas que protagonizó una vida de novela e inspiró a poetas y artistas de la talla de Pietro Bembo, Víctor Hugo o Dario Fo. Tras visitar la cripta, volvemos a la bulliciosa Milán para apurar las últimas horas de nuestro viaje disfrutando de su animada vida comercial, sus tiendas de moda, sus galerías, y algún que otro establecimiento atípico como la tienda Pop Mart, con sus largas colas, cuyos muñecos y diseños constituyen verdaderos iconos en el universo de las redes sociales hasta el punto de convertirse en un sorprendente fenómeno fan.
Cesto con frutas, de Caravaggio
La Escuela de Atenas, de Rafael
El beso, de Francesco Hayez
Biblioteca Ambrosiana y Cripta
Frente a la decadente Roma, con su inmortal pasado, Milán representa el rostro de la modernidad, del tiempo que no se detiene.
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