domingo, 2 de noviembre de 2014

Se levanta el telón

Siempre me ha gustado el teatro. Teatro entendido como representación escénica en la que la palabra trasciende los límites del papel y toma cuerpo, desparrama sus sílabas en labios de personajes de carne y hueso, indaga innúmeras localizaciones. 
El teatro, como los guiones de cine, tienen su propia forma de escritura, su lenguaje. Es propicio el otoño a los escenarios, a las tramas de capa y espada, al amor rimado y a la nostalgia de los camposantos. El teatro es igualmente el ruido de los actores, las identidades, las vidas fingidas, las muertes impostadas. 


También en la realidad, uno tiene a menudo más de una vida; la que se ajusta a los reglones de la caligrafía y no se solivianta con los seísmos de la cotidianidad, la otra que bulle más allá de las apariencias, que levanta polvaredas y reescribe las facciones del rostro y los caracteres del espíritu. No es siempre fácil. Se trata de dar un portazo y aparcar siquiera provisionalmente el rigor, los rictus tensionados, las palabras que han de obedecer a una métrica inexorable. Es el teatro lo que aguarda al otro lado, el maquillaje estrafalario del actor que se cuela hasta la médula de su personaje y se confunde con él sobre las tablas. 


En estas horas de réquiems y pavanas, cuando resuenan en los oídos los decadentes diálogos del Tenorio, mi otro yo se regocija con la aventura de la escena, recogiendo el guante en un duelo abierto con los duendes de la rutina. 


El otro yo,
incómodo huésped
que no se rasga las vestiduras
ni maquilla los versos,

el otro yo deja abierta la llave del gas,
no se casa con nadie. 


En unos días, se alzará el telón. Comenzará pues el espectáculo y los figurantes ocuparán sus puestos. 





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