Fue un verdadero placer presentar en la tarde del viernes 11 de diciembre, en el Palacio de la Isla de Cáceres, y en el marco del Aula de la Palabra, que organiza la Asociación Cultural Norbanova el libro "Juventud todavía", el más reciente poemario del escritor madrileño Antonio Daganzo Castro, publicado por Ediciones Vitruvio. Nada sin embargo como haber tenido la fortuna de escuchar estos versos, en la interpretación de su propio autor. Aquí les dejo la reseña que hice de esta magnífica obra:
“Juventud
todavía”. Número 527 de la Colección “Baños
del Carmen”. Ediciones Vitruvio. Antonio Daganzo.
Renacer a un
nuevo bautismo. El de la edad que envuelve con sus tentáculos los resortes de
la existencia, modelando el alma y las facciones del rostro. Hubo un tiempo de
soledades de alcoba, de escuelas improvisadas, con el polvo imaginado de las
tizas. Una infancia entregada a los designios de la debilidad, a la música
decadente del viento hurgando detrás de los cristales, donde la vida se antojaba
a la medida de los avatares del cuerpo, primitiva edad de monólogos y relojes
de arena.
El desafío del
calendario. Las hojas que van y vienen, el rotulador negro para tachar los números
ya caducos, mientras las semanas se escapan sin piedad de entre los dedos.
Juventud todavía. Atisbo de lo que fuimos para engendrar el milagro de la escritura como
tabla de salvación, intrigante dama a la que entregarse sin paliativos. Llama
el poeta a contemplar la actitud de aquéllos que la miraron directamente a los
ojos. Ahí comenzó la historia, la de “los hijos que serán padres”.
Todos hemos
reflexionado alguna vez acerca de lo que supone ir avanzando por los caminos de
la vida, el precio de sobreponerse a sus desafíos. En este libro, Antonio Daganzo, con energías
recobradas, afronta con claridad un capítulo situado más allá de los
acontecimientos que marcaron su espléndido “Mientras
viva el doliente”, también en esta misma Colección (número 217), y cuya
lectura permitirá entrever muchas de las claves de este nuevo poemario. El poeta abandona por fin el exilio interior
que le atenazaba entonces, “la tensa
cuerda floja del viviendo”, se alza raudo a la conquista de lo que le rodea
y que viste con la impronta de una madurez recién estrenada. No faltan sin embargo
las referencias a la nostalgia, muy presente en estos poemas, a las pérdidas, a
los universos de los que es imposible prescindir porque ya forman parte del
intérprete, del hombre. La memoria, siempre compañera fiel, la soledad, que
conspira y amaga bajo la epidermis, pero que también le hace fuerte. Juventud
todavía conserva gran parte del imaginario presente en obras anteriores del
mismo autor, con continuos guiños a un mundo poblado de recuerdos, de
sensaciones inseparables de su propia personalidad. Encontramos así versos que
hablan “del día en que el dolor nos dijo
su leyenda”, o poemas que indagan en una infancia intensa, como “Atlas”, cuyo colofón sitúa al poeta en
uno de los puntos de inflexión de su existencia y también de su poética: “el día en que me enamoré por vez primera”. Porque el amor es otra de las constantes que
descubriremos en este libro, amor que es barro que aguarda la unción del
creador, amor que adopta la forma del poema, creador que no es sino el poeta
mismo. Y así, “nunca se escribe el primer
verso”, algo duele y se revuelve en nuestro interior cuando se trata del
parto de la primera palabra poética. Certero sentencia el autor cuando proclama
“su asombroso y desnudo parentesco con el
primer amor”. Acertado aserto que esconde ese conglomerado de factores que
empujan a emborronar los folios, a derrochar sobre ellos a través del lenguaje
ese arsenal de sentimientos que lucha por querer romper las mudas fronteras del
insomnio, de la soledad, de los zaguanes y las salas de estudio en las que se
quedaron las almas gemelas de otro tiempo que fue anticipo de éste en el que
aprendemos a vivir ahora.
Como diría Ángel González, “tan lejos, hoy, de aquello, pervive sin embargo tanto entonces aquí,
que ahora me parece que no fue ayer un sueño”. Recorre Antonio Daganzo las estancias repletas de su experiencia, los posos
del dolor, las primeras tentaciones. Todo lo que le ha servido para hacerse a
sí mismo. Y en el otoño, estación que anticipa los itinerarios del frío, desenmascarar
la tristeza, saberse a salvo de ella en esta juventud que abraza los cuerpos y ayuda a superar las viejas
batallas. Me imagino paseando bajo los árboles del Parque del Retiro, pisando las hojas recién desprendidas de sus
ramas, observando de lejos el andar cansino de los transeúntes. Quizá ellos
sean depositarios del cansancio, del silencio y la tristeza que queremos dejar
atrás. “Pudimos ser nosotros”,
recuerda el poeta mientras sigue los pasos de “ese tipo sombrío y taciturno” que no parece ser sino el tiempo al
que ha vencido con el arma de la palabra y del que sobreviven, armadas con las
hechuras del poema vívidas sensaciones y renovadas fuerzas.
Otra de las
referencias del poemario es la que nos habla del aprendizaje, de la afirmación del joven que se levanta por encima
de los elementos, abrazándose a la tenacidad del amor. Se ha difuminado ya aquel “mefítico aliento, retrasado vaho muy lacerante que a todos hechizaba”,
hilo conductor de su anterior obra “Mientras
viva el doliente”. Se adhiere el hombre a la seguridad del muro, a la
alianza de la piedra que se hace muralla frente al acoso del tiempo acelerado
que no pide permiso: “Amada, toma el
peso, que es el único ardid para volarlo”.
Pero su “Declaración de amor” lo es también
frente a la ciudad a la que es consciente que solo conocerá de sus
intermitencias, metrópoli que se alza inveterada e inasible ante sus pies
indefensos. Sin duda, uno de los poemas más hermosos y emocionantes del libro,
la ciudad (Madrid), es bastión que
alberga las ansias de esa Juventud que
el poeta atesora y cuyas calles encierran la turbación de su espíritu,
enamorado y no correspondido del todo, mujer que espera paciente en las derivas
de la existencia, y a la que reserva declarar su amor más allá de las refriegas
del destino. Desde la periferia, desde
las antípodas del tacto, todos hemos añorado ese viaje definitivo, el abrazo de
esa Ítaca que se adivina “con la lencería
de la bruma vestida, hermosísima y
efímera como una novia”, palabras con las que quien ahora comenta estos poemas
definiera en su día aquella larga espera de una Cáceres inalcanzable, también
en las estribaciones de una juventud
curtida a fuerza de inevitables ausencias.
Mas tras el
combate aguarda la victoria, la resignación no es territorio en el que abandonarse.
El tiempo deja lagunas que llenar con la propia vida, viste de dudas los
meandros de la rutina. El poeta no es ajeno a los envites de la vanidad, a las
veleidades del gozo, siente en su verso el aguijón del desorden. La juventud resiste todavía, pero llama a
la puerta la rabia de un dolor mayor, el de la caducidad misma, e invita a la
calma. Poemas como “Intuición del
Crepúsculo”, “Tuyo”, “Baja traición”, nos sitúan en el
escenario de lo incierto, en la compañía de esa “sombra que pasa”, que diría Diego
Doncel, “como el ala de un ángel que jugaba en las cercas de la niñez con una
luz sagrada”. Como el autor que
apura hasta el éxtasis esa juventud
codiciada que ahora peina las primeras canas, cualquiera de nosotros es
partícipe del temor que infunde el juego de los sentidos que enlentecen, del
vacío y la falta de respuestas, cuando el dolor, -nunca olvidado- reaparece de
lleno en los cobertizos de la noche y le brinda su abrazo.
Yo también he
escrito sobre la vanidad y sobre los moldes de la palabra que hacen olvidar las
tempestades, pero que no santifican los espacios en blanco que aguardan al
caminante. Bien lo advierte Antonio
Daganzo, enlazando con la mejor poética custodia del escalofrío que
acompaña a la existencia y sus dardos.
En palabras de Ángel Guinda, “venimos a este mundo para no quedarnos en
nada ni en nadie, ni siquiera en nosotros”. Antonio interpreta el oráculo del vivir y avisa de que este reino
es un “reino de azar” donde es
arriesgado confiarse: “la juventud
intrépida podrá otra vez burlarte”.
En mí encuentra su discurso un aliado fiel, tantas veces me creí inmune
a la quemazón del aliento y luego sentí perderlo todo.
Los últimos
poemas de “Juventud todavía” revelan
la profesión del autor y el antídoto para esta nueva singladura en la que se ha
visto involucrado. La palabra, el poema, la deliciosa melodía del idioma lo
impregnarán todo con su sanadora serenata. Proclamará entonces el poeta cuál
habrá de ser su epitafio, su postrera herencia: “cuando la piel repose bajo el balcón aquel habréis de honrarme.
Diréis: “Cantó hasta el fin”. Al
final del poemario, volvemos a percibir aquel regusto de “Mientras viva el doliente”, las imágenes del niño postrado en la
cuadrícula de una existencia encorsetada en la angostura, -flaco niño lívido-, que mira ahora con ojos de futuro las
cuartillas en blanco que le aguardan sobre la mesa de su escritorio, los libros
que se amontonan sin cuartel en los anaqueles: “la lectura acaba de salvarlo”. La libertad reside en los
intersticios del poema, la creación es catarsis que redimió su cuerpo
débil. “Frustrados funerales” es uno de los poemas más reveladores en este
recorrido hacia la claridad, hacia la dignificación de la poesía como ángel que
ha tocado con sus tersas alas la línea de la vida de este joven que ahora
inspira a sorbos el aceite de una juventud que se resiste a dejar pasar y que
proclama “eterna en cada verso”. Del
pasado ya solo quedan cicatrices, únicamente la perversión del recuerdo. La
poética de Daganzo se confunde así
con su propio y renacido ser, se alza “Comunión”
y brindis a un futuro que ya no teme las acometidas del invierno.
En esta
dinámica de positivismo hay que situar el poema que cierra el libro, “Los héroes”, con el que también yo
anhelo sentirme identificado. No hay lugar para el desencanto, ni tiempo para
perder, la juventud no consiente
límites, se erige aliada de la belleza, amada que cuidar con esmero: “No pidáis el alivio de una tumba a
destiempo: bien sé que los cipreses son escasos y no tienen piedad”.
Enteramente suscribo los dictados del poeta. Somos esperanza y no podemos
renunciar a la gloria. La de seguir en pie, la de ser héroes. Nuestro legado siempre será la poesía.
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