jueves, 7 de julio de 2016

Doscientos años del mito

Mi contribución al recuerdo de ese verano de hace doscientos años, cuando a orillas del lago de Ginebra se gestó el mito de Frankenstein y se encendió la llama de la literatura gótica. 


Artículo publicado en la Revista "Versión Original", editada por la Fundación ReBross, especial número 250, "Mi película española". Cáceres, julio/agosto 2016, páginas 26-27. La cinta elegida, "Remando al viento", de Gonzalo Suárez (1988), encaja perfectamente a la hora de celebrar esta efemérides.  



Tuve un sueño que no fue un sueño…

Villa Diodati. En las laderas que circundan el Lago Lemán, Ginebra, Suiza, julio de 1816. Fue aquel un año sin verano, los cielos se ennegrecieron con los acúmulos de ceniza y otros materiales procedentes de la erupción del volcán Tambora, casi en las antípodas [1]. Días sin apenas luz que invitaban a adentrarse en los senderos más oscuros. Así comenzó todo. Remando al viento (Gonzalo Suárez, 1988), consigue recrear desde la enigmática lectura byroniana con la que se inicia la cinta, ese ambiente de encadenados días de brumas y penumbras que servirán de caldo de cultivo para que la imaginación de los reunidos en aquella casa, que también había ocupado John Milton, autor de “El paraíso perdido”, termine haciendo surgir un Doppelgänger [2] cuya presencia irá marcando inexorablemente sus destinos. En Remando al viento asistiremos al reto creativo que se suele asociar con el nacimiento de algunas de las figuras más emblemáticas de la literatura gótica y de misterio. Los personajes, con el denominador común de su vocación poética, se enfrentarán a sus propios fantasmas y lo escrito o lo vivido por unos y otros condicionará la propia existencia de los demás, convergiendo hacia un desenlace trágico que consumirá al hombre, pero supondrá la consagración del mito. De un lado, Lord Byron, magistralmente encarnado por Hugh Grant, en su única incursión en el cine español, se enfrenta al contrapunto que supone el personaje de Percy Bysshe Shelley, al que da vida Valentine Pelka. Dos poetas, dos personalidades díscolas y auto expulsadas de su mundo, seducidos ambos por el encanto y la inteligencia de Mary, visionaria y atormentada, pero también provista de una dulzura magnética, rasgos que reflejan las facciones de Lizzy McInnerny. Será ella quien asuma más visceralmente la propuesta de un Lord Byron que juega al billar ataviado con exóticos ropajes griegos, los mismos que viste en el retrato que de él hiciera Thomas Philips. De la tinta de su pluma irán surgiendo palabras que como el barro amasarán y darán forma a su personaje, cuyo rostro siniestro va componiéndose a retazos partiendo del de la propia Mary. No reserva la película para John William Polidori, médico personal de Lord Byron, interpretado por José Luis Gómez, más que un destino amargo y turbulento, sin referencias a la obra que también tendría su origen en los lodos volcánicos de aquel verano: “El vampiro”, y cuya impronta en la posterior visión del personaje del no muerto sería indiscutible. Polidori, abocado a un final trágico, empequeñecido su talento, siempre a la sombra, terminaría poniendo fin a su vida años después, desesperado y ninguneado. La ubicación temporal y espacial del suicidio del médico en los días de Villa Diodati, que también incluiría Ken Russell en la histérica Gothic (1986), consumido por el láudano, es uno de los momentos más dramáticos y efectistas del filme, que refleja la degradación del personaje, cuyo sino de perdedor acabará convirtiéndole en un trasunto del perro al que Byron profesaba un especial afecto. Entretanto, Mary, erigida en moderno Prometeo, ya no podrá apartar de los suyos la caricia del espectro: “Tus pensamientos ya no son mis pensamientos”, -le dirá Shelley, al ser consciente de la transformación que está experimentando y cómo la escritura ha traspasado los límites de la imaginación hasta conseguir crear vida desde las palabras. 


Otro de los ejes que vertebran la trama y dan consistencia al relato es sin duda la cuidada banda sonora, logrando una completa integración con las distintas secuencias de la película. Cerrar los ojos y escuchar las “Variaciones sobre un tema de Thomas Tallis”, de Ralph Vaughan Williams, nos transporta de inmediato a ese mar helado del Ártico donde una solitaria Mary vuelve a tomar la pluma para escribir sobre aquellos personajes que ya han desaparecido, pero cuyo recuerdo conserva vivo en su memoria: “Byron, Shelley, Clara…”, aunque esta última, en realidad, les sobreviviese a todos. Avanzan los compases de la partitura como la proa de la pequeña embarcación desde donde la escritora, en los confines del mundo, intenta revivir la imagen de esos días atormentados, cuando “remaron juntos”.  En Remando al viento, es el agua un protagonista más. Con vida propia, con sus estados de ánimo y sus pasiones, su ira, a veces fuera de control.  Las serenas y misteriosas aguas del Lago de Ginebra, las estancadas y verdinegras de los canales venecianos, la bahía de La Spezia en el Mar Tirreno… El agua será motivo de disputa entre los dos poetas cuando se ven inmersos en una tempestad en el curso de su travesía hasta el Castillo de Chillón, cuya inquietante silueta se inserta en el fotograma a modo de visión estática de catalejo; las envolventes ondas del lago escucharán en el silencio de la noche la enérgica voz de Byron. El agua del estanque consumirá la infancia del pequeño William; en la playa, una fantasmal Allegra juguetea con las olas, para finalmente, ser también la dentellada del mar la que terminará por acallar la voz de Shelley, la que empujará sus despojos hasta la arena. Será entonces la imagen de la pira en la que es incinerado el cuerpo del poeta, otro de los momentos trascendentales de la película, con la concatenación de planos que enlazan nuevamente a Mary y su anticipada visión del destino con el personaje de Lord Byron, a punto de viajar a Grecia, donde no sabe que encontrará la muerte en Missolonghi, víctima de unas fiebres.  No faltará el premonitorio discurso del Doppelgänger: Nos veremos en Grecia, mi Lord”.   Pero hasta ese momento, el director nos va introduciendo progresivamente en un ambiente mágico, lindante a veces con elementos del absurdo y de la comedia de enredo, donde los personajes continúan desenvolviendo su periplo, remando hacia adelante, cada vez más atenazados por un destino que no pueden controlar y del que el espectador tampoco podrá separarse ante la continua presencia del engendro que ha pasado a marcar el dónde y el cuándo, la línea divisoria entre la realidad y lo que pertenece a una ficción que poco a poco va dejando de serlo. La elegante música de Mozart o el tempo nostálgico de las sonatas para violín y guitarra de Paganini en las escenas venecianas, cuando la cámara se rinde al exotismo de los palacios y a las extravagancias de un Lord Byron enfrascado en libidinosas lides, parecen ser inmunes al maleficio que va cerniéndose en torno a unos personajes que ahora transitan por tierras italianas, en un continuo exilio que para el director supone sin duda un importante cambio de registro que afronta con éxito y que se traduce en la creación de un ambiente de extraña calma, no exenta de histriónicos sobresaltos, preludio de los días en que el grupo se reencuentra a orillas del mar, en la casa de los Williams, Villa Magni. Como al comienzo de la cinta, el espectador asiste a un nuevo despliegue del repertorio psicológico de los distintos personajes, que muestran sin tapujos los respectivos rasgos de sus desconcertadas personalidades: la indignación y el espíritu inconformista de Shelley, la progresiva resignación de Byron, las premoniciones de Mary… Sucesivas secuencias preparan el desenlace de la trama y el agua vuelve a erigirse omnipresente, esas olas que lamen los marmóreos escalones que conducen hasta Villa Magni. Ahora la cámara muestra apenas unos instantes la silueta del velero, el “Ariel”. No habrá imágenes del desastre, los siguientes fotogramas conducirán directamente hasta la arena. La intensidad de estos momentos finales no ha necesitado de imágenes dramáticas que recreen los antecedentes del naufragio y las escenas aparecen cargadas de elementos poéticos y amplias panorámicas, donde la tierra, el fuego, la inmensidad de un mar cuyas aguas se se suceden inabarcables hasta las costas de Grecia, ocupan por completo la pantalla. La lectura del poema “la serpiente”, tras el memorable diálogo entre Byron y Mary, solo inquietados por la oscura presencia que se oculta entre los acantilados, componen un cuadro, teatral casi, que con el arrullo de la música de Vaughan Williams devolverá al espectador hasta el helado paisaje donde se iniciaba la película, sirviendo de cierre del círculo dramático, dejando nuevamente a merced de esa tinta gélida que supura la pluma de la escritora la memoria de un tiempo que el olvido no podrá hacer suyo, pues inmortales son ya la voz y la palabra.  Remando al viento pertenece a ese género de historias de las que uno habría querido ser protagonista y que te arrastran más allá de la pantalla, a la búsqueda de los lugares, de la huella de sus personajes. Después de verla, no dejé de investigar ni de leer acerca de ellos. En Roma, me detuve ante la tumba de Percy Bysshe Shelley en el pequeño Cementerio Protestante Inglés, donde también reposa su admirado John Keats, aquel joven poeta inglés, cuyo nombre “estaba escrito en el agua”, tal como reza en su lápida. Precisamente eran de Keats los versos que Shelley conservaba en sus bolsillos y que permitieron identificar su cuerpo. Vuelvo a cerrar los ojos. “No despertéis jamás a la serpiente, por miedo a que ella ignore su camino; dejad que se deslice mientras duerme sumida en la honda yerba de los prados”[3].




[1] Ospina, William: El año del verano que nunca llegó. Literatura Random House, 2015. Aborda cómo la erupción de un volcán a mediados de 1815 en Indonesia fue una de las causas del nacimiento en occidente de la leyenda del vampiro y la pesadilla del ser viviente hecho con fragmentos de cadáveres.
[2] Vocablo alemán para definir el doble fantasmagórico de una persona viva. Proviene de doppel, que significa «doble», y gänger, traducida como «andante». En la mitología, su visión suele ser augurio de muerte.
[3] Shelley, Percy Bysshe: No despertéis a la serpiente. Antología poética bilingüe. Poesía Hiperión. Madrid, 1991, página 79.

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