El pasado miércoles, 22 de junio, tuve el honor de participar en la presentación del libro "El nombre secreto del agua", del amigo y grandísimo poeta, Faustino Lobato, que se celebró en el Palacio de la Isla de Cáceres. De mis lecturas de este libro, publicado por Ediciones Vitruvio (Colección Baños del Carmen, número 574), absolutamente recomendable, aquí dejo mi reseña:
En “El nombre secreto del agua”,
último poemario de Faustino Lobato,
natural de Almendralejo pero residente, desde años, en Badajoz, descubrimos la
voz de un poeta que es también pensador, intérprete aventajado de la dimensión
humana de las cosas, de la naturaleza, del hombre que se mira a sí mismo y se
siente inmerso en la dinámica voracidad de la corriente que le arrastra, sin un
destino claro, a merced del vértigo de su geografía.
Concibe el poeta su obra a la medida de Heráclito, asentada sobre el baluarte de sus principios: “todo fluye, todo cambia, nada permanece”.
Cada una de estas sentencias le sirve para construir las tres partes de que se
compone el libro. Entre los versos, por encima de todo, lo que discurre es el agua, elemento vertebrador que articula
el discurso y va impregnando las palabras, los sentimientos. Pasamos las
páginas y se percibe la humedad entre los dedos, se escuchan los gorgoteos del agua, con el telón de fondo del
silencio, de las horas que avanzan sin mesura meciéndose entre rectas paralelas
que invitan a un desenlace de infinitos cauces.
Todo está en
movimiento, lo que es en cada momento nunca más lo volverá a ser y lo que fue
en su momento, nunca más lo será. La realidad surge de los contrarios: lo frío
se calienta y lo caliente se enfría.
Si Faustino Lobato convierte
al agua en protagonista de su
discurrir poético no es por casualidad, es el agua el principio de todo, el germen que alimenta los cimientos de
la existencia, su fluir se identifica con el mecanismo de la vida, con el ir y
venir de las estaciones, con la marca inexorable de la edad; la fuerza del agua se hace sinónimo del estertor que
representan los movimientos del sexo, el destino impetuoso de las manos hecho
torrente sobre los paisajes de otro cuerpo.
“El nombre secreto del
agua” encierra una intensa reflexión acerca de la naturaleza de la vida: “todo fluye”, advierte el poeta, pero
también, “todo cambia” y “nada permanece”. Mientras el tiempo se
escapa más allá de las yemas de los dedos, agua casi táctil que se siente sin
límites, el poeta se pregunta las razones de esta sinrazón “que lava y destruye”, que contagia el verbo con el temblor de lo
inconfesable. Obediente, se hace
cómplice la escritura del pulso, cada día será un apunte en los requiebros del
río, eco que condensa su mensaje encamado entre dos paralelas. En palabras del
poeta, “Inmenso, este cauce de
soledades…este deambular de vientos y rostros en esta casa del agua donde vivo”. Agua como
abrazo, sala hipóstila donde confluyen las preguntas, las claves de un ansia
cuya certeza golpea las costas de la conciencia: “Por qué este sueño de las nubes y el grito de los juncos que alertan
mi límite con la certeza del dolor”. Ante los interrogantes que desbaratan
los resortes de la cotidianidad, solo silencio, un silencio ajeno a los
vaivenes del tránsito, a la rebeldía frente a la nada.
Pero, “todo cambia”,
la corriente se viste de rocas, de luces incapaces de frenar el empuje de la
duda, con la brisa que se escucha mientras el agua continúa fluyendo
impenitente. Hay un tempo de jazz que se infiltra en los intervalos
del lenguaje, en la sangre del poema, esa que acaso no es otra que el agua,
aunque se sabe finita, “capricho del
destino”, liturgia expuesta a las inclemencias de la nube. Hay un equilibrio
que advierte del latido de las sombras, de la lucha entre la tierra y el fuego.
Faustino Lobato articula su mensaje,
alternando entre el poema y el discurso ajeno a la estructura del verso, acaso
más adecuado para condensar sus sentencias, verso vestido con el ropaje fingido
de la prosa.
Sin revelar su nombre, la muerte
también está presente. Lo hará el poeta en el poema 14 de la segunda parte de
la obra. La soledad se erige ahora
anticipo de ese silencio último, de las mareas que descerrajan los obstáculos
del fango. Entretanto, la existencia es un escaparate, un teatro abierto al
acoso de las miradas. Ámbito en el que
conviven lo inevitable, el torrente, las pérdidas, el río que se quiebra, la
angustia de hacer visible ese otro lado que cada día se disfraza de noche. Se
traslada ahora la palabra al territorio de la incertidumbre, al descubrimiento
de la propia fragilidad, del riesgo que supone estar vivo. Todo ello moldea “este cuerpo hecho agua”.
Mientras escucho a Rachmaninov, resuena en mis oídos la voz del poeta: “No tengo palabras…solo miradas en el norte
de las caricias”. Regresa el torbellino del sexo para conjurar los
caprichos del caudal, para deshacer la indefensión de la desnudez a fuerza de
caricias. Y una vez más (salvando la
excepción del poema 5 de la primera parte), escribe con mayúsculas el poeta
la palabra Paraíso, ese lugar donde
el agua desemboca, ese lugar apenas tangible donde converge el destino de las
paralelas. En palabras de Vicente Aleixandre: “creo, amor mío, realidad,
mi destino, alma olorosa, espíritu que se realiza”. Todo ello es punto de
fuga, y Faustino Lobato sitúa sus
coordenadas en los labios del alma, donde la inercia de esa luz deseada se
confunde con los rasgos del agua que es la vida, la misma que muda su piel para
liberarse del peso de las sombras.
“Todo
pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos
sobre la mar”. Parafraseando a Machado,
que a su vez bebe en las fuentes de Jorge
Manrique y su Vita Flumen (la
vida fluye), “nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar”, también Lobato
edifica desde el agua los caminos de
la vida, esa agua que hace iguales a
los hombres, rehenes de un sueño que el poeta sitúa al otro lado del presente,
resquicio del perfume que habrán de retener los versos. El Paraíso siempre, la otra orilla, donde el agua se encarna y se hace
partícipe del barro, de la carne.
En la tercera parte del poemario se
desborda la inquietud que apuntalaban sus precedentes, la afirmación de que la
corriente no se detiene, de que a la vida apenas le restan instantes para
buscarse a solas. El agua lo arrastra
todo. Es principio, pero también es fin, contrarios que se funden en un mismo
universo. El poeta busca una respuesta, una lluvia de adjetivos que allanen los
caminos de lo incierto. Evoca una vez más la compañía de la soledad, el tacto
incómodo del silencio. El agua traspasa
la frontera de los cantos rodados, el orden de las estrofas, desnuda la
fragilidad que deja en evidencia la incerteza del sueño. Se arma de valor para
enfrentarse a la verdad, para descifrar el sentido de los versos, para levantar
el velo de los misterios que atenazan el decurso de las nubes.
Solo el poema sobrevive al impulso de
los elementos. Suena Pink Floyd, “The endless river”. El hombre trata de
conservar su voz: “los verbos resisten
entre aguas interiores”. Únicamente la palabra dará testimonio de lo que
fuimos, permitirá volver al principio de todo, cuando solo vestíamos la sutil
túnica del agua, esa agua a la que nos afanamos en dar
nombre.
Gracias Jesús Mari por esta exhaustiva y profunda recesión de éstos versos que ahora son dominio de todos los lectores. Gracias por este decir tuyo lleno de aprecios. Gracias poeta, gracias amigo. Un abrazote.
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