Hace unas semanas, volvía a Madrid por unos días,
en uno de esos viajes de trabajo que siempre dejan algún hueco para la
desconexión de lo cotidiano. Ante los estantes de una gran librería, frente a
la avalancha silenciosa de títulos, elijo unos cuantos, en un movimiento que se
diría al azar si no fuera porque me encuentro en la sección de poesía y las ofertas parecen bien
definidas. Aunque uno sigue siendo proclive a ciertos nombres y editoriales,
cuando no hace demasiado tiempo que ha publicado en una de ellas, parece
instintivo el instinto de búsqueda que empuja a tratar de localizar, sea por vanidad
o espíritu de supervivencia, algún vestigio de ese libro propio que la última
vez que visitara la misma librería se encontraba aguardando el furtivo
desembarco de algún lector ojeroso. Poco tardo en advertir que continúa allí
aquel solitario libro de poemas, tan brillantes sus cubiertas como el primer día,
y que no ha aumentado la familia. Es verdad que en gran medida los libros son
lo que quienes los conciben y producen quieren que sean, que uno es autor
perezoso y poco dado a explorar los territorios de la farándula, por lo que no
resulta extravagante que sus palabras, acostumbradas al gramaje del papel,
acaben tan cosidas en las páginas que terminen condenándose a vivir emparedadas
entre ellas. Ahora que trato de poner en pie con versos de nuevo cuño, una vez
más, otro castillo de naipes, no paro de preguntarme cuál es realmente el
itinerario de la poesía, si no será que se vinieron abajo demasiado pronto los
andamiajes, que el resto del trabajo lo hicieron el viento y la desidia. Bien habría
hecho honor El tacto de lo efímero a
su título, me digo, ante tal pléyade de volúmenes recién salidos del horno
editorial que pueblan las mesas de novedades. Acaso lo que uno precisa sea un
reciclaje, pero no un mero lavado de cara, una vuelta de tuerca, sino una
actualización del sistema operativo en toda regla.
Al subir hasta la habitación, en el hotel,
salgo del ascensor y me detengo en la cascada de luces que desde la última
planta ocupan el espacio inerte del hueco de la escalera. Cristales y más
cristales, tubos fluorescentes, engarzados unos con otros, componen un sauce
que llora lágrimas de tungsteno. Pienso si tal vez no ocurra lo mismo con los
versos y sea preciso esperar a que las luces vuelvan a encenderse.
Llevar todo
este tiempo enhebrando pétalos de silencio me ha hecho olvidarme de tantos
poemas que, aunque no lo parezca, siguen vivos, aguardando su turno para ser leídos
o publicados de nuevo. Al abrir la puerta del cuarto y percibir ese regusto
salobre de la soledad, algo me dice que quizá sea el momento de abrazarse a esa
luz que lo inundaba todo ahí fuera, que la poesía tiene su tiempo y sus lugares,
que no está hecha de carne mortal. Quizá sea en verdad así, y mientras me
dispongo, reincidente, a hilvanar los acordes del lenguaje, me aferro al
sendero que como un faro, marcan desde su atalaya de papel esas voces que
siempre me acompañaron y de las que se goza cuando se pronuncian en la calma de
la vigilia, consciente de que más allá de las paredes una ciudad irrefrenable
se despereza sin rubor.
Mi visita también lo fue para profesar por un instante
el oficio del arqueólogo, porque así se siente uno cuando hurga y escruta en
los cajones que los libreros de viejo amontonan en sus casetas, aquellos en los
que se apilan y confunden materiales de distintas procedencias y edades. Al
revolver entre todo ello, recupero mi reflexión inicial acerca del destino de
la poesía. Cientos de libros, en su mayoría descatalogados, surgen de pronto de
las arenas del desierto. Más temprano que tarde, seguro que también los de uno. Aquellos por los que pregunto y los que de súbito se yerguen como fragmentos óseos, no
tardan en saciar el hambre del aficionado buscador de tesoros. Llevaba tiempo
detrás de una primera edición de Vicente Aleixandre y ahora tenía entre
mis manos “Nacimiento último”, publicado
por Ínsula, en Madrid, en 1953.
Abriéndolo al azar, sus sublimes versos parecían
deshacerse en contacto con el aire, no sin antes empaparlo todo de auténtica
poesía, la misma que Blanca Andreu
concibió hace ya varias décadas y que la llevó a obtener el Premio Adonais en 1980, con un libro
que, desde su edición en Hiperión, tuve
como compañero de viaje en aquellos años. Ahora se me presentaba en su primera
publicación, la de Ediciones Rialp,
en la misma colección Adonais,
surgiendo de su interior todo ese bestiario de vigorosas imágenes que dislocaron
la conciencia poética de entonces.
En la penumbra de la habitación, el tacto de estos viejos ejemplares parecía transmitirme a través de las yemas de los dedos una pequeña dosis del duende de sus creadores, acaso para decirme hasta qué punto la poesía no deja de estar viva, también cuando la oscuridad se cierne sobre los corredores y el sueño se agiganta entre las palabras. Siempre estará ahí la poesía, solamente hay que dejarse acariciar por ella.
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