sábado, 15 de agosto de 2020

Sábado, quince de agosto

Quizá vaya siendo hora de abrir las ventanas, de desnudarse a la luz que tímidamente quiere volver a penetrar en la casa, desafiando el recato de los visillos. El tiempo ha pasado y aunque afuera continúan resonando con fuerza los acordes de la incertidumbre, agosto se tiende dócil, ávido de una normalidad que no acaba de llegar, aquella que quedó suspendida a las puertas de la primavera. Este año no hemos podido oxigenar el alma y relajar el cuerpo, ni gozar del anonimato a bordo de unas calles situadas en el envés del horizonte. Apenas solo percibir los aromas del aire que se cuela por las rendijas de los postigos y que huelen a ciudad aletargada, a sudor y a piel que han experimentado en carne propia la fragilidad. Quizá vaya siendo hora de despertar, de que la terapia de la lectura haga por fin ese efecto deseado de sentir la tentación de la cuartilla en blanco, de la pantalla en stand by, aguardando el sonido de las palabras. Los meses en silencio, la soledad del cuarto y el recuerdo fósil de otros días, de otros lugares, alimentado por ese vicio, acaso perturbador, de revisar los álbumes de fotografías, con sus instantes petrificados, parecen querer dejar paso a una nueva savia, a un aire que, insolente, respiro desde las páginas de los libros que emparedan el entorno de esta cotidianidad que, a fuerza de repetirse, se nos ha ido infiltrando bajo la epidermis. No hace mucho terminaba "Los nombres epicenos", última novela de la escritora belga/japonesa, residente en París, Amélie Nothomb, historia donde lo cruel y la ambigüedad del sentimiento se derraman a partes iguales con su habitual precisión y certera mecánica narrativa, lejana a la saturación verbal, literatura inteligente y psicológica, que engancha sin paliativos. Otra mujer, Ana Merino, ha tomado el testigo de mis lecturas en este verano de obligadas pausas. Su novela "El mapa de los afectos", Premio Nadal 2020, me ocupa a estas alturas de agosto. Me ha costado sin embargo regresar al verso. No por falta de obras y propuestas. Durante el eclipse, con la vida agazapada entre cuatro paredes, se antojó esquiva su caricia, hiriente y anafiláctica. Aún cuesta acostumbrar de nuevo el oído al ritmo, a las rutinas del poema. Tal vez sea más fácil escuchando el piano de Chad Lawson, su "Waltz in B Minor", esta mañana de sábado, quince de agosto, con la mesa sembrada de tantos libros que demandan el protagonismo de un presente que se escribe renqueante, a trazos. Un tiempo para edificar nuevos propósitos, para "subir sin más demora al primer tren", para "celebrar el momento del regreso", que diría José Luis Morante. 



Chad Lawson, Waltz in B Minor, música para esta mañana de agosto

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