En esta primera entrada del Blog "ESCENARIOS" del año 2021, reproduzco la reseña íntegra que he escrito tras disfrutar de la lectura de la novela "El brindis de Margarita", de la escritora Ana Alcolea, que nos ha acompañado en la tarde del viernes 15 de enero, desde Trondheim (Noruega) para comentar su obra y descubrirnos algunas de sus claves, en el marco del Aula de la Palabra de la Asociación Cultural Norbanova, de Cáceres.
ANA ALCOLEA en el Aula de la Palabra:
“El brindis de Margarita”
Cáceres y Trondheim, 15 de enero de 2021
Para quienes nacimos en la década de los sesenta del pasado siglo, la experiencia vital de la protagonista de “El brindis de Margarita”, la más reciente novela de la escritora aragonesa Ana Alcolea, nos ha de resultar necesariamente cercana. Es este un relato introspectivo en el que, con la excusa de vaciar la antigua casa familiar, Margarita, en clave de primera persona, regresa al escenario de sus años de infancia y adolescencia, reencontrándose con los fantasmas que marcaron su camino hacia la madurez.
El tiempo. El que habita entre dos titulares de prensa. El que se deja sentir entre dos imágenes en un mismo espejo. Respira Margarita el aire momificado de las estancias cerradas. Aún le son tangibles las huellas, las voces de quienes allí escribieron la novela de sus vidas. Mas no son indulgentes los años ni la edad. Tampoco su banda sonora. Sobre todo si se vive en un país como el nuestro, proclive a continuas sacudidas y ácidas controversias. En aquellos años del blanco y negro, de Eurovisión y del NODO, todos crecimos al ritmo de las noticias del telediario, cautivos de una atmósfera plagada de contradicciones, sobresaltos, ocultos rencores y candentes miedos, vástagos de una generación forjada a la medida de los dictados del pensamiento único, cuya mentalidad entraba en conflicto con las nuevas formas de ver el mundo que iban tiñendo la sociedad, burbujas herméticas, universos irreconciliables.
Ahora se habla mucho de “La transición”, pero los jóvenes y adolescentes de hoy solo han conocido una España, la del 78. Los padres de los llamados “Millennials” son de la edad de Margarita y sus amigas, y en sus casas, acaso habrán oído a los abuelos contar algún episodio de los años duros de la posguerra. Pocos conocerán a Labordeta o Víctor Jara, y de los Brincos, solo Juan Pardo queda vivo, retirado hace años. Ana Alcolea resucita historias y sensaciones que pertenecen a una generación que ahora ocupa el lugar atribuido entonces a los padres de su protagonista. Y lo hace enhebrando las experiencias de Margarita con el fluir de los acontecimientos que desde la década de los setenta hasta hoy sembraron de cambios nuestra cotidianidad.
Muchos fuimos también a colegios de curas o de monjas. Hicimos la Primera Comunión cuando “Jesucristo Superstar” se proyectaba en los cines. Y en casa, con el mundial de fútbol de Argentina, disfrazábamos nuestra televisión con celofán de colores para hacer creer a nuestras pupilas que podían distinguirse las camisetas de los jugadores. En mi colegio, uno de los franciscanos escuchaba a Fórmula V y a Nino Bravo. No podía creer que este hubiera muerto en aquel fatídico accidente de tráfico en 1973, como luego le sucedió también a Cecilia y a otros tantos.
La libertad. Libertad sin ira, como en la canción que popularizó Jarcha. Pero ¿qué era la libertad? Algo que se interpretaba de formas muy diferentes. Ana Alcolea traza con precisión los márgenes de ese concepto a través de los personajes de su novela. Sortea puntos de vista enfrentados e incompatibles, los de quienes amparados por una seguridad que maniató sus expectativas, solo sabían vivir poniendo diques al horizonte, y los de quienes, en el extremo opuesto, aguardaban la voladura de una realidad que ya duraba demasiado. Mientras hurga en los rincones de su vieja casa, Margarita transita en su itinerario removiendo sentimientos perdidos, reflexionando en la soledad de unas habitaciones impregnadas de recuerdos acerca de cómo el inapelable zarpazo de los años transformó todo y la transformó a ella. Y es que, la escritora que protagoniza el relato, trasunto quizá en gran medida de la propia Ana Alcolea, con la que comparte oficio, ciudad natal e incluso año de nacimiento, ya no es la misma que vivió bajo ese techo y anduvo por esas calles, como tampoco lo son las personas a quienes observa desde su balcón. Acaso solo aquellas amigas con las que comparte velada y con las que intercambia reflexiones y vivencias o la impenitente vecina, testigo y custodio de esa época ya caduca que vuelve a la vida por unos instantes alumbrando sorpresas y olvidadas pesadillas con nombres propios que una y otra vez martillean en su memoria y se pasean, tangentes siluetas a lo largo de esos días de mudanza.
Dibuja Alcolea las dos orillas de un tiempo de aprendizaje. El despertar de esa Era de Acuarioque celebraban los figurantes de la ópera rock Hair, en plena tormenta antibelicista de finales de los sesenta. En España, aprendimos a ver las cosas en color, a ponerlas en el lugar en que siempre debieron haber estado, a mirarnos de igual a igual, con los mismos derechos y las mismas obligaciones. Pero, como recuerdan los protagonistas del relato, hubo una riva bianca, una riva nera, que diría Iva Zanicchi en su hermosísimo tema, contexto teñido de un trasfondo político capaz de sembrar la discordia y la desconfianza, algo que es mal endémico en este país tan dado a escenificar sus diferencias, a hacerse sangre, como la que tantas veces manchó las calles durante los llamados “años de plomo”. De una u otra forma, quienes un día compartieron ansiedades e inquietudes, blandiendo banderas en el nombre de la revolución, terminaron sintiendo en sus carnes los envites de una realidad con vida propia, imprevisible e imposible de controlar. Congelados en las páginas de los libros de Historia, en los borrosos fotogramas monocromos de las televisiones, personajes y sucesos aún conspiran y, en ocasiones, protagonizan flashbacks que rescatan instantes y aromas que creíamos dormidos para siempre, como aquellos brindis de antaño. Y de pronto, al descorrer los visillos de cualquier ventana o andar sin rumbo entre la multitud anónima, reconocemos un rostro, fijamos los ojos en otros ojos que regresan de repente desde el laberinto del olvido. Bien lo sabe Margarita y bien lo sabe Ana Alcolea. Ahora solo resta que los lectores se hagan cómplices de su recorrido.
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