Por segundo año, nos ha tocado vivir una extraña Semana Santa. Unos días de ausencias, de silencios, de sentimientos interiorizados y afiladas incertidumbres. Bosteza la ciudad, herida y triste, el ocre de las callejas, aguardando que maduren los sonidos de un futuro inseguro. Al menos este abril no latirá preso tras las ventanas, caricatura de la primavera. El mundo permanece entreabierto, a media voz, traslúcida imagen de las cosas, teñido de urgencias y nostalgias. Gime el incienso dentro de los templos, solo el recuerdo ilumina la madrugada de unos días que parecen desnudos, en un paréntesis de arcilla y ansias, con los senderos desiertos, llenos de interrogantes. Le falta algo a esa noche, descarnada y huérfana. Ni el tañido de una esquila ni el bullicio de la gente al acabar el desfile, ni la calle oliendo a cera, a garganta y a saeta. Duelen tantas vigilias en blanco, duele el dolor de los que se fueron, duele que seguimos sin saber a dónde vamos.
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