Volver a la Feria del Libro de Madrid en junio, abolidas todas las limitaciones del pasado año, ha sido como recuperar de algún modo, de puertas para afuera, el pulso de la actividad literaria, adormecida tras estos largos meses de pandemia. Lo mejor de pasear por el Retiro y hacer escala en esos escaparates de la cultura que son las casi cuatrocientas casetas expositoras desplegadas desde la Puerta de O'Donnell hasta el Paseo de Venezuela es sin duda contemplar cómo, pese a las inclemencias de estos últimos tiempos, el libro, la creación misma, siguen muy vivos, atrapando con su magnetismo a miles de personas, muchas de ellas dispuestas a esperar horas y horas bajo un calor impenitente hasta obtener la rúbrica sagrada de su autor o autora de culto sobre las primeras páginas de su última criatura publicada.
Vista desde el otro lado, el del escritor, la feria es un ir y venir de rostros anónimos, de gentes poseídas por el gen de la curiosidad, que ojean al azar los libros, que buscan sin titubeos posibles un concreto título, que interrogan al autor, al librero, a propósito de un nombre, de la hora de una firma o sobre el contenido de un libro cuya portada ha captado su interés. Quienes respiramos fuera del círculo comercial, quienes no somos autores de masas, asistimos al tránsito del público con expectación, pero también con cierto escepticismo. Que alguien se interese por tu obra, sobre todo cuando se trata de poesía, género que es esquivo para algunos lectores, supone un instante de luz en medio de la indiferencia, incentivo que anima a continuar creando, a seguir alimentando los itinerarios de la cotidianidad con la fragancia rebelde del verso.
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