Hace diez años, me pillaba el veintiuno de junio por las calles del parisino barrio de Le Marais. Todo era bullicio allí, un aluvión de rostros y una algarada de notas y ritmos inundando el asfalto, las esquinas, las azoteas y los locales. Se celebraba el Día Europeo de la Música, la Fête de la Musique, y la ciudad abandonaba por unos instantes la sobriedad de sus fachadas para reivindicar su voz y sus acordes, la melodía de una noche que se prometía intensa, inabarcable. Continúa en la memoria vivo el recuerdo de todo aquello, regresa a mí en estos días con el solsticio de verano, anuncio de un tiempo de luz y de viaje, con el aroma de la libertad adherido a la brisa. Si Le Marais invitaba a reinventar la forma de reconciliarnos con el mundo, proponía nuevos moldes para la cordura, incitando a remover sin tapujos el olor a plástico quemado de los prejuicios, hoy, con una década más aupada sobre los hombros, ese mensaje sigue vigente, cuando todavía no hemos desterrado el lastre de la pandemia que silenció y dejó desiertas las calles, cuando el estruendo cruel de los proyectiles se siente cerca, con toda su metralla de vidas desheredadas e inseguros pronósticos. Muchas cosas han cambiado desde aquella inmersión en el ambiente festivo de un París desinhibido y multicultural, donde tenían cabida los sones del Nabucco de Verdi junto al culebreo latino de La Bamba.
Esta semana he vuelto a sentir esas sensaciones al contemplar las imágenes que integran la exposición inaugurada en el espacio creativo La lente y el pincel de Cáceres, con fotografías y dibujos que rinden homenaje a todo lo que significa la música y la danza y su carácter terapéutico y benéfico para la sociedad, tan necesitada de balsámicos abrazos en esta época marcada por la deshumanización y el enfrentamiento. Las instantáneas captadas por la cámara de Miriam Gómez nos transportan a escenarios de multitudes, como los de Womad o Extremúsika, a actuaciones improvisadas en rincones urbanos de anónimos buskers, o reflejan la elegancia y dinamismo de los grupos de baile. Fotografías que se alternan en armónico mestizaje con los dibujos de Deli Cornejo, complementarios de las anteriores, que evocan singulares secuencias rayanas en lo poético, también protagonizadas por cantantes, instrumentistas o bailarinas, pentagramas que esbozan notas de jazz o pasos de danza, al fin y al cabo, crisol de ritmos, ritmos que dan título a la muestra y que oxigenan con sus cadencias el debut de un verano que se antoja denso, propicio a la caricia de la lumbre.
Desde París hasta Cáceres, la música se respira, se siente penetrar por los poros, siempre cálida y asombrosa. Dejémosla crecer, inundar con sus vivos colores la rutina de lo cotidiano.
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