sábado, 25 de junio de 2016

Reseña de "El nombre secreto del agua", de Faustino Lobato

El pasado miércoles, 22 de junio, tuve el honor de participar en la presentación del libro "El nombre secreto del agua", del amigo y grandísimo poeta, Faustino Lobato, que se celebró en el Palacio de la Isla de Cáceres.  De mis lecturas de este libro, publicado por Ediciones Vitruvio (Colección Baños del Carmen, número 574), absolutamente recomendable, aquí dejo mi reseña: 

En “El nombre secreto del agua”, último poemario de Faustino Lobato, natural de Almendralejo pero residente, desde años, en Badajoz, descubrimos la voz de un poeta que es también pensador, intérprete aventajado de la dimensión humana de las cosas, de la naturaleza, del hombre que se mira a sí mismo y se siente inmerso en la dinámica voracidad de la corriente que le arrastra, sin un destino claro, a merced del vértigo de su geografía.



Concibe el poeta su obra a la medida de Heráclito, asentada sobre el baluarte de sus principios: “todo fluye, todo cambia, nada permanece”. Cada una de estas sentencias le sirve para construir las tres partes de que se compone el libro. Entre los versos, por encima de todo, lo que discurre es el agua, elemento vertebrador que articula el discurso y va impregnando las palabras, los sentimientos. Pasamos las páginas y se percibe la humedad entre los dedos, se escuchan los gorgoteos del agua, con el telón de fondo del silencio, de las horas que avanzan sin mesura meciéndose entre rectas paralelas que invitan a un desenlace de infinitos cauces.

Todo está en movimiento, lo que es en cada momento nunca más lo volverá a ser y lo que fue en su momento, nunca más lo será. La realidad surge de los contrarios: lo frío se calienta y lo caliente se enfría.

         Si Faustino Lobato convierte al agua en protagonista de su discurrir poético no es por casualidad, es el agua el principio de todo, el germen que alimenta los cimientos de la existencia, su fluir se identifica con el mecanismo de la vida, con el ir y venir de las estaciones, con la marca inexorable de la edad; la fuerza del agua se hace sinónimo del estertor que representan los movimientos del sexo, el destino impetuoso de las manos hecho torrente sobre los paisajes de otro cuerpo.

         “El nombre secreto del agua” encierra una intensa reflexión acerca de la naturaleza de la vida: “todo fluye”, advierte el poeta, pero también, “todo cambia” y “nada permanece”. Mientras el tiempo se escapa más allá de las yemas de los dedos, agua casi táctil que se siente sin límites, el poeta se pregunta las razones de esta sinrazón “que lava y destruye”, que contagia el verbo con el temblor de lo inconfesable.  Obediente, se hace cómplice la escritura del pulso, cada día será un apunte en los requiebros del río, eco que condensa su mensaje encamado entre dos paralelas. En palabras del poeta, “Inmenso, este cauce de soledades…este deambular de vientos y rostros en esta casa del agua donde vivo”.  Agua como abrazo, sala hipóstila donde confluyen las preguntas, las claves de un ansia cuya certeza golpea las costas de la conciencia: “Por qué este sueño de las nubes y el grito de los juncos que alertan mi límite con la certeza del dolor”. Ante los interrogantes que desbaratan los resortes de la cotidianidad, solo silencio, un silencio ajeno a los vaivenes del tránsito, a la rebeldía frente a la nada.

         Pero, “todo cambia”, la corriente se viste de rocas, de luces incapaces de frenar el empuje de la duda, con la brisa que se escucha mientras el agua continúa fluyendo impenitente. Hay un tempo de jazz que se infiltra en los intervalos del lenguaje, en la sangre del poema, esa que acaso no es otra que el agua, aunque se sabe finita, “capricho del destino”, liturgia expuesta a las inclemencias de la nube. Hay un equilibrio que advierte del latido de las sombras, de la lucha entre la tierra y el fuego. Faustino Lobato articula su mensaje, alternando entre el poema y el discurso ajeno a la estructura del verso, acaso más adecuado para condensar sus sentencias, verso vestido con el ropaje fingido de la prosa.

         Sin revelar su nombre, la muerte también está presente. Lo hará el poeta en el poema 14 de la segunda parte de la obra.  La soledad se erige ahora anticipo de ese silencio último, de las mareas que descerrajan los obstáculos del fango. Entretanto, la existencia es un escaparate, un teatro abierto al acoso de las miradas.  Ámbito en el que conviven lo inevitable, el torrente, las pérdidas, el río que se quiebra, la angustia de hacer visible ese otro lado que cada día se disfraza de noche. Se traslada ahora la palabra al territorio de la incertidumbre, al descubrimiento de la propia fragilidad, del riesgo que supone estar vivo. Todo ello moldea “este cuerpo hecho agua”.

         Mientras escucho a Rachmaninov, resuena en mis oídos la voz del poeta: “No tengo palabras…solo miradas en el norte de las caricias”. Regresa el torbellino del sexo para conjurar los caprichos del caudal, para deshacer la indefensión de la desnudez a fuerza de caricias. Y una vez más (salvando la excepción del poema 5 de la primera parte), escribe con mayúsculas el poeta la palabra Paraíso, ese lugar donde el agua desemboca, ese lugar apenas tangible donde converge el destino de las paralelas.  En palabras de Vicente Aleixandre: “creo, amor mío, realidad, mi destino, alma olorosa, espíritu que se realiza”. Todo ello es punto de fuga, y Faustino Lobato sitúa sus coordenadas en los labios del alma, donde la inercia de esa luz deseada se confunde con los rasgos del agua que es la vida, la misma que muda su piel para liberarse del peso de las sombras.

         “Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar”. Parafraseando a Machado, que a su vez bebe en las fuentes de Jorge Manrique y su Vita Flumen (la vida fluye), “nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar”, también Lobato edifica desde el agua los caminos de la vida, esa agua que hace iguales a los hombres, rehenes de un sueño que el poeta sitúa al otro lado del presente, resquicio del perfume que habrán de retener los versos. El Paraíso siempre, la otra orilla, donde el agua se encarna y se hace partícipe del barro, de la carne.

         En la tercera parte del poemario se desborda la inquietud que apuntalaban sus precedentes, la afirmación de que la corriente no se detiene, de que a la vida apenas le restan instantes para buscarse a solas. El agua lo arrastra todo. Es principio, pero también es fin, contrarios que se funden en un mismo universo. El poeta busca una respuesta, una lluvia de adjetivos que allanen los caminos de lo incierto. Evoca una vez más la compañía de la soledad, el tacto incómodo del silencio. El agua traspasa la frontera de los cantos rodados, el orden de las estrofas, desnuda la fragilidad que deja en evidencia la incerteza del sueño. Se arma de valor para enfrentarse a la verdad, para descifrar el sentido de los versos, para levantar el velo de los misterios que atenazan el decurso de las nubes.


         Solo el poema sobrevive al impulso de los elementos. Suena Pink Floyd, “The endless river”. El hombre trata de conservar su voz: “los verbos resisten entre aguas interiores”. Únicamente la palabra dará testimonio de lo que fuimos, permitirá volver al principio de todo, cuando solo vestíamos la sutil túnica del agua, esa agua a la que nos afanamos en dar nombre. 

1 comentario:

  1. Gracias Jesús Mari por esta exhaustiva y profunda recesión de éstos versos que ahora son dominio de todos los lectores. Gracias por este decir tuyo lleno de aprecios. Gracias poeta, gracias amigo. Un abrazote.

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