Ya hace cuatro años que estuve en París por
última vez. Leía entonces Rayuela y
escuchaba jazz, a todas horas, casi
era uno más de los personajes de aquella historia. Como hoy, se sucedían
vertiginosamente los primeros días de junio, apenas quedaba tiempo para saltar
de un distrito a otro, mientras las nubes y el oleoso rugido de los aviones
avanzaban marcando fugaces estelas sobre la pizarra plomiza del cielo. Esos
días, con sus noches, vinieron cargados de nombres, de búsquedas, las de un
mundo que quizá solo permanecía vivo en las páginas de los libros, en los
rótulos de las calles, en la memoria de unos pocos. Yo también creí ver la
silueta de La Maga, desdibujándose
sigilosamente entre la multitud que cruza el Pont Saint Michel. Acaso hablábamos el mismo lenguaje o
escuchábamos a la vez a Benny Carter,
amparados por ese anonimato que otorga la metrópoli. Unos pocos policías,
provistos de chalecos antibalas y fuertemente armados, circundaban el perímetro
de la Tour Eiffel, como siempre
atiborrada de inquietos visitantes procedentes del Extremo Oriente. Ya el
volcán gorgoteaba, con la lava todavía sin desbordarse. Mientras, cerca de Passy, próxima la visión del Sena, las
calles parecían conservar su idilio con el pasado, con los recuerdos aún
intactos y los apartamentos cerrados, como dormidos, con las persianas bajadas,
como en el Quartier Perdu de Modiano.
Una calma con los días
contados, un tiempo para escuchar "Save it pretty mamma", de Lionel Hampton, antes de que afuera se
desate la tormenta y la gente sienta, pegados a su nuca, el aliento cruel de la
intolerancia y el silbido de los proyectiles. Aquel París de hace ahora cuatro
años seguía viviendo en un Chagall,
irradiaba sus colores y sus crípticos mensajes desde la galería del Parc du Luxembourg.
Duele ver cómo las
historias se quiebran, cómo las despedidas se tornan irrevocables, y me viene a
la memoria la de Marie a Pierre Curie, aquella fatídica mañana en
que el destino le aguardaba con su peor rostro cerca del Pont Neuf, a bordo de un coche de caballos. La magistral evocación
de Rosa Montero en “La ridícula idea de no volver a verte”
eriza el vello al pensar cuántas veces se habrá repetido la misma trama
argumental, la de aquellos que de súbito ven romperse sus lazos con la rutina
de lo cotidiano, mientras los sentimientos se deshacen como el cristal al
impacto de un guijarro.
De todo eso vienen cargados los noticiarios en estos
días. De estallidos. No he vuelto a escuchar aquellos viejos vinilos y la
instantánea que nos hicimos en la explanada de Notre Dame, en la tarde de nuestro adiós a la Ciudad de la Luz¸ ya no me parece tan amable. El mundo ha cambiado
mucho en estos últimos cuatro años, y siento nostalgia de Cortázar y de sus historias, del romanticismo de los cafés del Boulevard Saint Germain. Me vienen a la
memoria aquellos versos de Paul Eluard
que Françoise Sagan tomó prestados
para dar título a su primera novela: “Adieu tristesse / Bonjour
tristesse / Tu es inscrite dans las lignes du plafond / Tu es inscrite dans les
yeux que j’aime/." Buenos días, tristeza, porque triste es la
travesía de un tiempo que se escribe con letras de sangre.
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