No ha sido este semestre una época propicia para los poetas, y especialmente, para aquellos que venían moviéndose en esa franja arriesgada que va desde los cincuenta a los sesenta, cuando uno ya cree saber de todo y estar de vuelta de muchas cosas y en realidad quizá sea justamente lo contrario. Algo así como un ecuador que no es propiamente tal y que quizá sea más bien punto de partida de una nueva forma de entender e interpretar el mundo que nos rodea, con la experiencia acumulada como código imprescindible. Estos años esconden el peligro de la confianza, del laisser faire, como si los rostros indeseables de la vida aún nos fueran ajenos. Pero estamos muy equivocados. La vida no interrumpe el lanzamiento de sus cargas de profundidad, maneja el azar con mano diestra, sin hacer distingos. Y nosotros, ingenuos, nos sorprendemos cuando las noticias se saltan los cánones de lo razonable y las detonaciones se producen a pocos metros. Ayer, ese universo paralelo que es Facebook hacía correr la información de que el escritor, editor y agitador cultural Julián Rodríguez Marcos había fallecido. Solo tenía cincuenta años, se encontraba en los albores de esa pasarela de funambulista por la que otros muchos andamos transitando. Dicen que tras el apagado de las funciones corporales, la conciencia experimenta fases insondables en las que, como una película, toda tu vida desfila en el vacío durante unos instantes, ya sin tiempo de reloj. Algo así me pasó cuando recordé aquellas secuencias de los ochenta, cuando Julián regentaba "La Torre de Babel" en Cáceres, auténtico buque insignia de la inquietud cultural que se extendía por la ciudad en esos años. A excepción de "La Machacona", ningún otro local había sabido concentrar tan certeramente el espíritu de los creadores y la vanguardia de una población de provincias que iba curtiéndose a la par que su universidad se hacía adulta. Entonces uno sí era de verdad joven, ignorante del sentido del ridículo, con arrojos suficientes para encarar cualquier empresa o iniciativa. Especialmente recuerdo el año de 1988, cuando Julián, que junto a su hermano Javier había explorado ya el mundo de los fanzines, apostaba por la idea de crear el que tal vez fuera su primer sello editorial, que se llamó "La Hidra Ediciones", y a cuyo amparo se publicaría, en colección a la que bautizó como "Zigurat", uno de mis primeros poemarios, "Autoconfesiones", edición que estuvo a cuidado del propio Julián y que se compuso de cien ejemplares numerados a mano por el propio autor, de los cuales, los veinticinco primeros llevaban además un grabado de la artista Fátima Gibello.
Portada, contraportada y colofón de "Autoconfesiones",
publicado por Julián Rodríguez en 1988
Ambicioso proyecto para unos tiempos difíciles, que terminó no cuajando, pero del que dan testimonio la memoria y todo lo que vino después, pues el editor supo crecer y también el escritor que le habitaba. Sus muchas obras y el gran "zigurat" que supuso Periférica no necesitan más comentarios para dar fe de cuanto decimos. Nunca se desvinculó Julián de su provincia, de su pueblo, continuó muy vinculado a ellos, sin dejarse fagocitar por la capital. La última vez que le vi fue precisamente a bordo de ese tren que vive en la incertidumbre, en ese entresuelo de la estación de Atocha desde donde embarcan los viajeros de la llamada media distancia. Crucé unas palabras con él ya en el vagón, y se bajó también en Cáceres, después de la consabida travesía de más de cuatro horas. Ahora me entero de que su luz se ha apagado. Y con ella, sin duda, tantas cosas, porque el tiempo interrumpido le reservaba quizá muchos folios en blanco, muchos autores por publicar, muchos viajes a Extremadura...
Dedicatoria autógrafa de Julián Rodríguez para el libro "La sombra y la penumbra"
Pero es que también a otros, como Rosa Perona o Antonio Cabrera, le quedaban apenas unos pocos capítulos por entregar, otras tantas sonrisas por compartir, muchos versos y un torrente de vida que aún no acertamos a aceptar que hayan quedado truncados a bordo de un post de Facebook, una mañana cualquiera. De lo de Rosa aún no he conseguido recuperarme. Sus silencios se volvieron contra ella en una primavera aciaga, clausurando las mirillas e impidiendo el paso de esa luz que hasta entonces había hecho brillar con intenso fulgor sus pupilas siempre vitalistas y henchidas de ese desbocado positivismo que exudaban sus poros.
Dedicatoria autógrafa de Rosa Perona para su primer libro, "La voz del silencio"
Entretanto, otra amiga cercana se difuminaba igualmente en el mismo mar. Hace hoy exactamente un mes. De verdad, hay dolencias de las que uno prefiere no pronunciar su nombre, pero que cuando te miran a los ojos no cejan hasta dejarte sin resuello. La muerte es algo que debemos aceptar, tan cotidiano como el sueño o el hambre, pero la Parca carece de sentimientos, no se deja sobornar por la compasión ni modera su zarpazo en atención a la edad de sus elegidos. En todo caso, no podemos dejar que su cómplice, el olvido, termine la faena. Mil veces lo he repetido y ahora, todavía más vivas han de resonar mis palabras:
"No hay peor enemigo que el olvido.
Más certera su daga que la propia muerte".
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