Cuando uno se siente tan identificado con la temática y el tono de un libro de poemas, a medida que va pasando las hojas y van desperezándose los versos, la satisfacción que aporta su lectura se incrementa. Es lo que me ha sucedido con "Los ángeles fríos" (Calambur, 2019), de Rosario Troncoso. Nada más tenerlo entre las manos, lo primero que sorprende es su formato, más pequeño que el que nos tiene acostumbrado la editorial Calambur para sus libros de poesía. Sorprende, eso sí, gratamente; estamos ante un objeto que ya es bello de entrada, desde la evocadora imagen que ilustra su cubierta delantera y sirve de presentación, plena de referencias que anticipan el contenido del poemario, aunque este se halla lejos de ensoñaciones góticas o espirituales.
A través de estos versos, Rosario nos invita a una búsqueda, a una indagación contemplativa de la propia condición humana, con el sentimiento perfectamente adherido al edificio de la palabra, esculpido con el buril de un lenguaje preciso y meditado, del que se vale para transmitir al lector sus vivencias, sus reflexiones, sus incertidumbres. Como en otros de sus libros anteriores, no rehúye la poeta el diálogo directo, el yo más inmediato. Apuntala así las heridas del tiempo, los boquetes de la edad y la indolencia de la penumbra, territorio que, no por conocido, continúa sembrando su pequeño universo de preguntas, de imágenes petrificadas que los días van amontonando en los senderos de la memoria, hilando inventarios: "Los besos remotos, la lluvia / en el anillo imprevisto. Una serie / para los dos". Las fotografías, los instantes que el recuerdo atesora, se hacen tangibles, "...a pesar del frío", como la caricia del mármol: "Que me lleve algún ángel de la guarda / bien lejos esta noche".
Es la búsqueda de un puerto seguro, el mundo es demasiado hiriente y el silencio inspira inquietudes sin nombre, soledades teñidas del manto de la caducidad y el olvido. Se eriza el vello a bordo de poemas como "Estorninos", de especial crudeza. El destino de esos pájaros cuyo aleteo se desmorona en el vacío de la noche no es sino la metáfora de aquel que también aguarda al ser humano. Pero la autora no pretende quedarse en la mera dialéctica, pretende que el lector se empape igualmente de ese cosquilleo incómodo que es consustancial a ciertos escenarios, como el que protagoniza el poema "Efecto contagio", uno de los más certeros del libro, verdadera carga de profundidad dirigida a la conciencia, al laisser faire de quienes acostumbran a volver la cara frente a todo aquello que no es políticamente correcto o molesto. Como los versos de "Lucidez", impresionante poema que por sí solo da testimonio de la calidad del poemario, de la madurez y enorme sensibilidad de su autora. No voy a hacer spoiler. Hay que leerlo. Solo el anticipo de unos versos: "Abriremos ventanas por si vuelven las voces. / Y huellas de otras huellas en el envés de la mano".
No toda la memoria es perdurable, las termitas del tiempo y el olvido también socavan la textura de los recuerdos. Entonces, se hace necesario el auxilio de la certeza, aunque esté hecha de los mimbres del sueño, del creer sin haber visto. Aferrarse a las alas de ese ángel invisible que quizá nos acompaña a todos. Tras la ventana -dice la autora-, "aúlla el peligro". El abrazo que muda el frío en calor cercano puede ser ese antídoto que andamos buscando.
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