viernes, 30 de agosto de 2019

Un teatro para el siglo XXI: Mérida, donde todas las artes tienen cabida

No sorprende que la inolvidable Margarita Xirgu quedase literalmente fascinada cuando paseó por primera vez entre la piedra y el polvo milenarios de aquella Mérida de los años treinta, no mucho tiempo después de que las llamadas "siete sillas" desvelaran todo el tesoro que reposaba tras siglos de olvido con su vestimenta de tierra y escombros, como si un inmenso reloj de arena se hubiese hecho añicos repartiendo toda su carga sobre las gradas y la escena del teatro que dormía silencioso debajo, aguardando el instante de su gloriosa resurrección. Finaliza agosto y apenas hace una semana  cayó el telón de la última edición del Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida. Un año más. Ya es algo que  casi  hemos interiorizado y hecho cotidiano. Pero sus claves, sus referencias, su mismo lenguaje, residen más allá de lo que suponen en sí los montajes, el entusiasmo del público, el éxito de los actores. 


Aspecto inicial del teatro antes del inicio de las excavaciones: "Las siete sillas"


El teatro durante la década de 1920. 
No debió ser muy distinto su aspecto al que conoció Margarita Xirgu

La Xirgu fue consciente de ello cuando en 1933 se atrevió a pisar la desordenada arena de una escena todavía sin reconstituir por completo, para ser Medea, y revivir la tragedia de Séneca en versión nada menos que de Unamuno. Dos mil años atrás, el mundo era bien distinto, y hoy no comprendemos que pudieran convivir en unos pocos metros el espectáculo de la sangre, el crujido de las espadas, el griterío salvaje del público, junto al refinamiento de unos textos y la arquitectura de unos personajes cuya carga psicológica ha sabido sobrevivir a milenios de oscuridad y correosas censuras. Medea, despechada, perdido el control de su ira, clama venganza con las columnas corintias del teatro como únicos testigos. 


Tarjeta Postal donde se aprecia el estado de la reconstrucción de la escena del teatro a mediados de los años veinte del pasado siglo

Se ha convertido hoy este escenario en un espacio versátil rebasando el hieratismo y la ortodoxia de la sacrosanta tragedia/comedia de mimbres clásicos. Un universo en el que tienen cabida propuestas de todo tipo, algunas que pudieran tildar de sacrílegas los más puristas. Las columnatas que se estremecieron con la interpretación de Margarita Xirgu, alternan ahora montajes de facturas contradictorias, espectáculos de música y danza... Orchestra, palcos, caveas, se ponen al servicio del espectador del siglo XXI, que espera rememorar la esencia de la dramaturgia grecolatina, pero también sorprenderse con la irrupción de las nuevas tecnologías, de la realidad de un mundo cambiante que busca reivindicarse sobre las tablas, que ensaya sin pudor fórmulas de complicidad con el público. Se entienden así experiencias como la que en esta última edición del Festival se ofrecía bajo la dirección de Ricard Reguant, en su adaptación de la zarzuela "La corte del faraón", rompiendo toda clase de prejuicios y estereotipos, algo a lo que ciertamente coadyuvaban las histriónicas y acaso neuróticas interpretaciones de sus personajes, en un elenco encabezado por la incalificable Itziar Castro -verdadero animal escénico- y el extremeño Paco Arrojo, sin olvidar el picante de actrices como Celia Freijeiro o Inés León, también extremeña. 


No hay duda. Se ha dinamitado la férrea disciplina de la escena. Han convertido un santuario de piedras inmutables en un aluvión de irreverentes gestos, en el antro de la ironía y lo políticamente incorrecto. Pero no podemos olvidar que esa era precisamente la savia de esta obra, que estuvo prohibida y soterrada durante los turbulentos años de la dictadura. Uno tuvo la fortuna de encontrar un hueco para ver este espectáculo el día en que se despedía del teatro, para dar paso a otro de signo completamente distinto, el Tito Andrónico de William Shakespeare, a cargo de una compañía también de la tierra. Como había sucedido desde el primer día del Festival y hasta el último, no cabía un alfiler en las viejos graderíos cuyo origen se remonta al tiempo de una Roma que sojuzgaba con mano de hierro el destino de las tierras conocidas de la vieja Europa. Pero ahora lo que uno escuchaba eran risas y aplausos, el tararear de los pegadizos estribillos de la partitura. Nada más lejos de la sangre y los metálicos brillos de las espadas. Sin Césares ni pavorosos coros de figurantes enlutados. También el arte del teatro tiene su pequeño hueco para el disfrute y seguro que aquellos que entronizaron este recinto, hace casi dos milenios, no habrían tenido reparos en disculpar la osadía de director y actores, del público entregado. Nihil obstat. El censor dixit. 



Aspecto de los graderíos del teatro durante la representación de "La corte del faraón"








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