sábado, 25 de febrero de 2017

Con la gripe como compañera de viaje

Nunca febrero fue tiempo para tanto sobresalto. Sobre los asientos de este tren que a medio gas enlaza Extremadura con la capital de España, dos libros aguardan su peculiar ceremonia de unboxing. Afuera, el frío golpea invisible los cristales. La lluvia de los últimos días ha engullido algunos metros la silueta de la Torre de Floripes que dejo a mi izquierda mientras el convoy se sumerge en la embriaguez de los túneles que atraviesan la vieja depresión de Alcónetar. Una voz grabada anunciará en breve la proximidad de Cañaveral y recordará a los viajeros que no deben perder de vista sus objetos personales. En mi caso, siguen indemnes los dos libros sobre la mesita desplegada del asiento que me precede. Apenas se siente el cosquilleo del aire acondicionado y no prescindo del abrigo. Poesía y prosa, alternativas razonables para un viaje que se prolongará más de tres horas.




Por fin, despliego las páginas de "Transparente", el poemario que la escritora gaditana Rosario Troncoso vendrá a presentar a Cáceres en las próximas semanas. Son inconfundibles los libros de la colección "Tierra" de la editorial sevillana La Isla de Siltolá. Hay que reconocer que su editor, Javier Sánchez Menéndez, ha sabido dar personalidad a sus publicaciones, haciéndolas perfectamente reconocibles y dotándolas de un nivel de calidad que no ha sufrido altibajos desde sus primeros títulos. Aunque se trata de una segunda lectura, me siguen sorprendiendo gratamente estos poemas, y no tardo en devorar las primeras unidades de "Derribos controlados", la primera parte del libro. Ya en Castilla-La Mancha, me mudo a la narrativa. Soy reincidente con Murakami. Aunque no le hayan dado el Nobel, y quién sabe si se lo concederán algún día. De él me gustan sus atmósferas, sus personajes, la omnipresencia de la música. Lo de menos es la distancia, Japón queda lejos, pero la tensión argumental y la incertidumbre que condiciona el destino de los protagonistas no saben de geografías ni coordenadas. De pronto, me encuentro avanzando por los pasillos vacíos de un hotel, a la búsqueda del ascensor que conduce a la planta donde se halla la habitación que me han asignado en recepción. Me vienen a la memoria algunos fotogramas de El Resplandor, el triciclo histérico del niño enfilando la vertical del laberinto. 


Recién llegado, busco mi cuarto en la tercera planta. No tiene vistas a La Castellana, el patio interior no es demasiado fotogénico y opto por correr las cortinas. Aquí solo parece habitar el silencio. Cuando decido salir, tengo claro que visitaré la exposición de M.C. Escher en el Palacio Gaviria, en la calle del Arenal. Quizá hoy no haya que esperar mucho tiempo. Una amable señorita explica a los visitantes que sí tendrán que hacer cola, porque el aforo es limitado y la duración de la visita es de aproximadamente una hora. Al salir, la Puerta del Sol parece un espejo cóncavo donde los viandantes se reflejan sorprendidos. El legendario reloj de la Real Casa de Correos se alza al final de una escalera de peldaños interminables que comienza una y otra vez. Alguien diría que en realidad no es sino un ojo que parpadea ajeno a los avatares del tiempo, mirando desde la profundidad de una lente. 



Exposición de M.C. Escher en el Palacio Gaviria

El frío de las calles penetra bajo los tejidos, e incluso en el hotel, dudo si la calefacción funciona o no. Entretanto, creo haberme quedado atrapado en alguno de los imposibles paisajes de Escher.  O quizá no, porque la siguiente jornada me contempla enganchado a la arqueología del papel antiguo, olisqueando las huellas de quienes hace más de un siglo, y sin WhatsApp, acomodaban sus sentimientos, sus palabras, al romántico formato de la tarjeta postal. Y hablamos de 1898, quién lo diría. Pisaban entonces la tierra firme gentes como Machado o Unamuno. Y más al sur, babeaba entre pañales García Lorca, con el fondo musical de Los cuatro muleros o Los mozos de Monleón




Postales de Madrid, circuladas en el siglo XIX

Un picor en la garganta delata el avance del virus que anda hace días llamando a mi puerta. No me gustan las calefacciones excesivas, el calor artificial que engaña al cuerpo y desconcierta sus sensores. En horas de trabajo, nos han hablado de otro virus, el del odio, que infecta impune esta sociedad en la que vivimos, que señala y excluye con dedo aleve al que osa moverse de la foto. Al subir al metro, duele descubrir que para algunos, el hombre viaja en compartimentos estancos, que la grandeza de la diversidad es motivo para cambiar sin demora de vagón. Desembarco en el muelle de las librerías. Últimamente me pierdo y olvido la mesura. Mi botín son unos cuantos poemarios difíciles de encontrar en provincias. De regreso al frío del hotel, advierto que la tos comienza a hacerse presente. Aún me queda una jornada y después del trabajo, aguarda Francisco Caro con su libro "Locus Poetarum", en un sótano atestado de la calle Galileo. Un taxi me lleva hasta allí y creo ir con el tiempo sobrado. Craso error. El librero del Centro de Arte Moderno me dice que no hay sitio ya en el local. Y al bajar la escalera compruebo que efectivamente es cierto. Atisbo la inconfundible estampa de Rafael Soler y me topo con varios poetas conocidos y admirados. Antonio Daganzo me regala un metro cuadrado entre dibujos de Alejandra Pizarnik, y me abrazo a David Morello, mientras el protagonista, Francisco Caro, me firma su libro antes de que comience el evento. Casualmente, le conocí en la presentación de su obra anterior, en la Librería Rafael Alberti, de la mano de Lastura, y ahora, repito convocatoria, esta vez con Polibea



Presentación de "Locus Poetarum", de Francisco Caro, 
en Centro de Arte Moderno

Al escucharle recitar, me doy cuenta de mi pequeñez, de mi condición de exoplaneta, orbitando una estrella enana a años luz de la poesía que con mayúsculas se filtra en el ambiente cargado de aquel subsuelo. Paco Caro plantea una propuesta metapoética cargada de referentes, el lugar de los poetas, del maestro y del aprendiz, donde el papel en blanco bulle candente entre los dedos a la espera de la inspiración, la que, húmeda como un sexo, se encarama a los registros del idioma. Solo el poeta sabe cómo dejar la impronta de sus huellas dactilares. De allí salgo con el sombrero descolocado, con la temperatura accidentada a bordo de calles que parecen de otro universo. Ya no tiene remedio el mal que hace pesados los muslos y fomenta la estenosis de los bronquios. Cuando vuelva a subir al tren, sabré que mi destino es entregarme a la voluptuosidad de las sábanas y al consuelo de los analgésicos. Eso sí, con mis libros de cabecera.