sábado, 8 de junio de 2024

Gabo del alma

Necesitaba reconciliarme con Gabo si iba a visitar su patria. Retomar el contacto, convivir con él y rematar la faena a la vuelta. Porque Gabriel García Márquez está muy vivo. Forma parte de esa categoría de seres que, como dijera Hermann Hesse en El lobo estepario, han pasado a ser inmortales porque han superado la vida terrena y alcanzado el plano trascendental, desde el cual nos contemplan con una sonrisa. 

Volver al universo de Gabo es releer La hojarasca, su primera novela y en la que sienta las bases de esa cosmología que significa Macondo. Ésa fue la tarea que me impuse antes de viajar a Colombia. Ahora puedo decir que lo más que me marcó de este libro fue su atmósfera, el caldo de cultivo sobre el que el autor edifica la secuencia dramática de una historia que relata desde la perspectiva de sus tres personajes principales y en torno al que, en la práctica, es el epicentro de todo ello, el doctor odiado por el pueblo y cuyo suicidio pone en marcha la trama. Claustrofobia, cercanía -casi se puede oler y tocar- de la muerte, tensiones que amenazan con quebrar el equilibrio de las fuerzas, temperatura sofocante. Elementos que apuntalan, sin duda, la construcción de ese realismo mágico que irá consolidando en sus siguientes obras y que culminará en Cien años de soledad. 

Ya en tierras colombianas, todo delata la omnipresencia del escritor. En el stand de la Universidad de Cartagena, en FILBo, me calzo sus gafas que rezan "Gabo por siempre", junto a una mariposa amarilla.  En Bogotá conozco y converso con Gustavo Tatis, periodista y poeta, gran conocedor de Garcia Márquez y de su obra, redactor cultural del diario El Universal, de Cartagena de Indias. Me lee y le leo. Intercambiamos poemarios. Hablamos de Gabo y le recordamos, le expreso mi fascinación por la historia de los Buendía y cómo me gustaría localizar alguna edición antigua de Cien años. 

En FILBo, resulta imposible no toparse con la portada y los anuncios del libro póstumo de García Márquez que acaba de editar Random House, En agosto nos vemos. Ya lo tengo, pero me aguarda para después del regreso. Será el colofón de este itinerario y última etapa para completarlo, después de haber leído Memoria de mis putas tristes. Antes quedaba la visita a Zipaquirá, a su Colegio Nacional de Varones, hoy centro cultural, donde el Nobel se graduó el 9 de diciembre de 1946.  Todo allí es un homenaje a Gabo, al Gabo lector, hombre del Caribe, poeta, reportero y narrador. Autor humilde, que afirmaba no ser "nadie más que uno de los dieciséis hijos del telegrafista de Aracataca", para sin pretenderlo, llegar a convertirse en universal, como los personajes de sus novelas. 

Un apunte más, horas apenas antes de embarcar hacia España. Rumbo a mi biblioteca viaja un ejemplar de la tercera edición de Cien años de soledad, editado por Editorial Sudamericana, de Buenos Aires, en septiembre de 1967 (la primera edición salió en mayo de ese mismo año). El libro debió pertenecer al fondo bibliográfico del Colegio Santa Francisca Romana de Bogotá o a alguna persona vinculada a dicha institución, que se define como el "Primer colegio femenino de Colombia", por la pegatina que aún conserva en su portada. Formaba parte del acúmulo de libros de la librería Merlín, a la cual dedicaba una entrada anterior en este mismo blog. 

Y para cerrar el círculo, completo ahora la lectura de En agosto nos vemos, un libro rescatado de entre los manuscritos y el material de García Márquez por el editor Cristóbal Pera, con el apoyo de los hijos del escritor, Rodrigo y Gonzalo García Barcha. Cuenta este volumen con un pequeño prólogo a cargo de éstos y una nota del editor al final del texto, con algunas imágenes facsimilares de los borradores del propio García Márquez. Unas y otras palabras sirven para dar cobertura a la tarea de recuperar una historia en la que Gabo había estado trabajando con altibajos y que finalmente parece que no se decidió a publicar. Incluso us hijos le suplican perdón por la osadía de haberlo hecho, esperando que la benevolencia de los lectores y un general beneplácito sirvan para aplacar el desagrado de su padre. En lo que a uno respecta, Gabo puede sentirse bendecido y satisfecho por la llegada a la imprenta de este texto. No se encontrarán en él los hallazgos sorprendentes y los recursos prodigiosos que caracterizan sus obras anteriores, pero la historia que le da cuerpo es en sí un florilegio de humanidad y de nostalgia, de resiliencia y capacidad de reafirmación personal. Tanto en el argumento como en la protagonista se detecta esa particular forma garciamarquiana de tratar el amor y asociarlo a la inexorable noria del tiempo, elementos presentes en obras como la ya citada Memoria de mis putas tristes, El amor en los tiempos del cólera o la misma Cien años de soledad. El tiempo como dueño y señor del destino, que marca y condiciona la travesía de los mortales, pero también el azar, al que se encomienda la heroína de este libro cada mes de agosto, en sus visitas a la isla donde reposan los restos de su madre. El amor, el tiempo, el azar, y la prosa elegantísima de García Márquez rescatados del cajón de su escritorio para deleite de su público. No puede Gabo guardar rencor hacia sus hijos por esta travesura de arqueología literaria. Muchas obras maestras han sido salvadas del fuego al que las habían condenado sus creadores. Qué diría Kafka, que encomendó a su agente y amigo de confianza Max Brod la tarea de quemar sus escritos, lo que éste no solo no hizo, sino que conservó sus papeles y contribuyó a su publicación después de la muerte del autor, de la que, por cierto, este año se conmemora el centenario. Benditos sean pues, todos estos herederos y albaceas.









domingo, 2 de junio de 2024

Atavío literario de la FLM 2024. Para disfrutarlo

Varios amigos me comentaban, mientras ayer compartíamos libros y firmas en la Feria del Libro de Madrid, que sus bibliotecas acumulan pilas de títulos que solo el tiempo, entendido éste en su doble sentido de disponibilidad y de transcurso de días conforme a los avatares del calendario, podrá ir reduciendo, dando su oportunidad a aquellos libros que ahora soportan el peso de los que les preceden.  No puedo estar más de acuerdo, pero uno es incorregible y aun cuando dar cuenta de todas aquellas múltiples lecturas atrasadas se antoje tarea ni mucho menos inmediata, a las habituales lecturas vespertinas, tenemos el verano a un tiro de piedra y con él, una mayor relajación a la hora de atender las obligaciones cotidianas que de seguro permitirá descubrir los secretos que atesoran todas estas páginas pendientes.  Decía que uno es incorregible y efectivamente, no puede calificarse de otro modo esa compulsión que te arrastra a continuar apilando volúmenes, y más todavía, si se trata de libros que han escrito amigos y autores admirados, a los que después de muchos meses, años incluso, recuperas por unos momentos en el marco de un acontecimiento como es la feria madrileña, donde he podido saludar y dar un abrazo a compañeros a quienes no veía desde antes de la pandemia y además, tener el lujo de que te firmen sus nuevos trabajos, al tiempo que le brindas también la oportunidad de que conozcan los tuyos. Fruto de esta enriquecedora dinámica es el atavío literario con el que me vuelvo, esperando que no aguarde demasiado tiempo a la cola para disfrutarlo. 

domingo, 26 de mayo de 2024

El universo reside en los libros: Buceando en una librería colombiana...y más

El universo de los libros carece de límites. Como el firmamento que se extiende más allá de la cúpula celeste. Quedan anécdotas después de las presentaciones que uno protagonizara en los pasados días en ciudades distintas y ante públicos también distintos. Episodios y aconteceres que fluyen en el curso de esta aventura singular que es la que se deja guiar por el timón de las páginas de un libro, ya propio, ya de terceros. Como dice Rafael Argullol, el laberinto en el que nos movemos contiene una verdad que además de inquietante, "es también hermosa, porque nos traslada a una existencia infinitamente más rica que la que se deduce de las tristes leyes que hemos inventado para hacer habitable nuestro espejismo del tiempo". Experimentar sensaciones como las vividas, apenas hace unas semanas, en tierras de Colombia, o las que genera la lectura de textos bendecidos por el aura de la iluminación poética, como la que poseen los versos germinados a partir de ese Rizoma que este pasado jueves escuchábamos de los labios de Efi Cubero, nos confirman que vale la pena continuar explorando los rincones de ese laberinto/universo donde avanzar es más fácil si se confía en el inagotable caudal de las palabras, en las claves que proporciona su juego, que es también el de la propia vida. 

En Bogotá, los pasillos de la librería Merlín, representan un ejemplo palpable de ese cosmos en el que todo tiene su sitio; la anarquía aquí solo es aparente, las escaleras, los anaqueles, el subsuelo bajo las mesas, son territorio fértil para que fermente el papel manoseado por el tiempo, las hojas que aún conservan la impresión digital que dejaron sus antiguos propietarios como fosilizados ex libris. La totalidad del conocimiento condensada en un punto, como aquel Aleph pretendido por Borges. Libros y más libros conforman un paisaje asilvestrado que evoca la selva dibujada por José Eustasio Rivera en La vorágine, novela emblemática de la literatura colombiana, trazando un imaginario donde cualquier evento es posible, desde los más sutiles hasta los más oscuros capaces de engullirnos con su secreto y opaco magnetismo. Pero no se tratará en este caso de un caos que ahogue al desorientado transeúnte como al personaje de Arturo Cova en La vorágine. Esta jungla bogotana no tiene esa naturaleza antropofágica que el escritor caleño Fabio Martínez, en su libro El viajero y la memoria. Literatura de viajes en Colombia (Sial/Trivium, 2024), asocia a la selva de la novela de Rivera. En esta librería infinita cuyo nombre evoca al más legendario de los magos, es el visitante, el buscador de tesoros, quien terminará consiguiendo su botín después de excavar y remover bajo el polvo y el hollín acumulados en silencio bajo las cubiertas desgastadas y los deslucidos lomos. Y saldrá indemne como Teseo de ese laberinto, alborozado tras atisbar desde su gavia la proximidad de la tierra firme, como Maqroll, el personaje imaginado por Álvaro Mutis. La búsqueda puede convertirse en sorpresa, y así, cuando el escritor localiza entre aquellas pilas de amontonados libros un título propio, desaparecido ya del tacto y la visión de los mortales. Le ocurrió a un amigo en el curso de su arqueológica prospección en pos de quién sabe qué nombres u obras. Los trofeos obtenidos pasarán a formar parte de otro espacio, de otra realidad, serán también historia con la que edificar nuevas historias, como las tejidas a base de recuerdos que Baumgartner, el protagonista de la última novela de Paul Auster, iba entrelazando para componer las suyas a base de hilvanar las secuencias de una vida fecunda y dilatada, pero también impregnada de ausencias. 

No hay límites para los libros, decíamos al principio de esta pequeña reflexión, su legado persistirá mientras el ser humano continúe protagonizando su particular viaje. 





domingo, 12 de mayo de 2024

Crónica sentimental de Bogotá, generosa e inolvidable

Una semana después, es tal el acúmulo de sensaciones, la impregnación de aromas, el torbellino de nombres y palabras enredadas que no resultará fácil ponerlo todo en pie. Al otro lado del Atlántico han quedado unos días cuya impronta es seguro que se hará notar en el cuño de la escritura que está por venir, en la propia forma de leer e incluso de mirar. Cálida Bogotá agazapada entre cerros, rehén de la lluvia, vespertina y caprichosa, con sus gentes cercanas y abiertas de par en par al abrazo, sin prejuicios ante el verso ajeno, ofrenda que acogen libre de prebendas, expresión de una generosidad heredada del aliento agreste de la naturaleza y la vecindad del trópico. Porque es Bogotá territorio crecido desde los contrastes, con sus calles ensortijadas por el tráfago del tránsito, infinitas avenidas que responden a la nomenclatura de las cifras, norte, sur, este y oeste, ciudad que despliega sin límite sus brazos, panorámica bajo la neblina desde la cima de Monserrate. Un olor a café excita los paladares, la densidad de una carimañola rellena de queso costeño se deja querer entre los labios, el ritmo del bambuco aligera los miembros... Todo lo aprendido y vivido rebosa en las cocteleras de la memoria, recuerdos con nombres propios que lo son de quienes se cruzaron en este vuelo, dejando su impronta plena de empatía y ternura, pero también de la forja de su palabra, ávida de mestizaje. Su descubrimiento enriquecerá el acervo de la experiencia, contribuirá a hacer más humano el mensaje, adelgazando el alfabeto de la vanidad. Ha sido Bogotá escuela y marchamo para otra forma de interpretar el camino, la del aire que fluye lentamente en las alturas y se cuela dificultoso hasta los pulmones, relajando las aristas de la vida, mostrándonos las señales de un tiempo y sus augurios ancestrales. Bogotá la del Chorro de Quevedo, la de los murales de La Candelaria, con sus aromas a chicha y ajiaco recién servido, Bogotá la que se postra ante el Divino Niño o aguarda cada tarde El minuto de Dios. Es hora de dejar macerar las imágenes, los sones de esta urbe que nunca duerme y que bulle en las aceras, donde todo es posible, como la luz que emana de esos ojos que te miran con descaro. De vuelta, resuenan los ecos de la tarde vivida en aquel colegio de Zipaquirá donde estudiara Gabo, la calidez de un auditorio rendido a la magia de la escritura, sin distinción de fronteras ni colores de la piel, solo una voz entonces, la del comunicador infatigable que busca la complicidad que surge de las páginas de un libro y abre sus cajones para compartir el tesoro que cobijan. Aún eriza la piel el dulce regusto del viaje, la temperatura de los instantes y los abrazos que quedaron allí, a la espera de un retorno solo escrito en las galeradas del futuro. 




Vistas de Bogotá desde Monserrate y calles de La Candelaria



Lectura en el Centro Gabo de Zipaquirá


Con escritores y gente de la cultura de Colombia en el Pabellón de España de FILBo





domingo, 14 de abril de 2024

Mis "Adonáis" firmados y alguno más...

Entre los años 1984 y 1986, fui suscriptor de lujo de la Colección "Adonáis", que edita la editorial Rialp. Durante estos meses la Biblioteca acogió un buen número de títulos de poesía además de los galardonados con el prestigioso Premio Adonáis y sus accésits. La peculiaridad de este tipo de suscripción consistía en la posibilidad de disfrutar de un ejemplar numerado de cada libro (el asignado al suscriptor, que en mi caso era el 19), y el hecho de venir firmado por su autor o autora. Revisando los estantes para organizar la librería, recupero aquellos libros, que cuentan ya con más de cuarenta años, descubriendo entre ellos piezas como Antífona de otoño en el Valle del Bierzo, el Adonáis 1985 de Juan Carlos Mestre, firmado por él con un trazo sencillo bien distinto a la fantasía y derroche plástico con que ilustra posteriores obras que igualmente tengo en mi poder autografiadas por el mismo autor. También el discurso poético del libro es bien diferente, de corte enteramente clásico, muy alejado del estilo que luego vendría a definir su poesía, en libros como La tumba de Keats o La casa roja. Palpable resulta la lectura de autores como Antonio Colinas, Gamoneda o Antonio Pereira, cuyas citas aparecen repartidas por aquel poemario.  Otro "Adonáis" firmado recibido en esos años fue Un lugar para el fuego, de Amalia Iglesias Serna, el correspondiente a la edición de 1984 y en el que la autora se limitó a consignar su autógrafo, sin otras alharacas ni efervescentes dedicatorias. Recuerdo cuánto me complació su lectura, el escogido lenguaje empleado en sus versos, reflexivos y a la vez tiznados de algunas referencias a elementos grecolatinos, con el fuego como clave de bóveda. En 1986 sería un cacereño afincado en tierras levantinas quien se alzase con el premio, el poeta Juan María Calles. Su Silencio celeste ya no me llegaría firmado, pues formaba parte de la remesa de 1987, aunque sí conseguiría años más tarde su cariñosa dedicatoria con ocasión de la jornada que compartimos en abril de 2016, cuando presentamos su libro Caminar tras el otoño, obra antológica que tuvimos el honor de publicar en la colección de poesía de la editorial Norbanova. Tengo que reconocer que aprendí mucho de la claridad y la templanza de su verso, el manejo sutil del ritmo y su contenido evocador y humano. Mis "Adonáis" firmados continuarían encadenando su secuencia con la obra de otro extremeño, Diego Doncel, que obtuvo el galardón en 1990, con su libro El único umbral. De él recuerdo cómo asistí a su presentación en Cáceres, en el Complejo Cultural San Francisco, con un auditorio a rebosar que celebraba este nuevo éxito de un autor de la tierra, perteneciente a esa gloriosa generación de poetas que desde los años ochenta han dejado huella en la literatura de nuestra Comunidad Autónoma. Baste recordar aquel accésit que en 1983 obtuvo mi admirado Basilio Sánchez con su A este lado del alba, retomando la senda que ya habían iniciado unos años antes autores como Ángel Sánchez Pascual o Pureza Canelo, en 1975 y 1970 respectivamente. Lástima que sus libros no tengan sus firmas, como tampoco el estupendo Escenas principales de un actor secundario, de Irene Sánchez Carrón, Premio Adonáis 1999, buena amiga de la que sí conseguí  su firma en obras posteriores, como Micrografías, por la que recibió el Premio "Emilio Alarcos".  Perteneciente también a aquellos títulos incluidos en mi antigua suscripción, conservo la antología Como disponga el olvido, del recordado poeta y periodista José Miguel Santiago Castelo, con prólogo del profesor Juan Manuel Rozas, autor a quien desgraciadamente no llegué a conocer en persona, pero que me dedica con cariño su libro, un volumen que ahora guardo como un verdadero tesoro. 

Otros títulos que figuran en mi colección de "Adonáis", junto a algún extremeño más, dan testimonio de la riqueza y variedad de la poesía española de estas décadas finales del siglo XX. Desde el clásico De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall, Premio Adonáis 1980, de Blanca Andreu (conseguí la primera edición en una feria del libro antiguo en Madrid), pasando por el Adonáis 1985, Crimen pasional en la Plaza Roja, de Federico Gallego Ripoll, con una muy cariñosa dedicatoria con recuerdo a las "cigüeñas de Cáceres". 



Ya en el siglo XXI, destaco en mi Biblioteca de Adonáis, el premio concedido en 2009 al libro Oscuro pez del fondo, de Daniel Casado y su accésit Quince días de fuego, de Mario Lourtau, ambos extremeños y amigos, de los que espero recabar sus dedicatorias; así como el magnífico Gloria, de 2016, con el que descubrí al autor Julio Martínez Mesanza, cuya obra no he dejado de seguir desde entonces.

No tengo espacio para reseñar el resto de poemarios que componen mi pequeño anaquel "Adonáis". Mis disculpas a cuantos autores no he mencionado expresamente. Todos ellos forman parte de mi aprendizaje literario. 

sábado, 13 de abril de 2024

Contando los días para FILBo

Preparando las maletas para viajar rumbo a Colombia a fin de asistir a la Feria Internacional del Libro de Bogotá y tomar parte en las actividades en cuya organización participa el Grupo Editorial Sial Pigmalión, editor de mi libro Tentativas de escapismo, recientemente publicado. Se trata de un grandísimo reto que va más allá de cualquier aventura literaria anterior. Espero sobre todo que sea una experiencia de aprendizaje, de compartir versos y conocimientos, una oportunidad para impregnarse con el aporte de culturas y personalidades diversas. Escuchar sus voces, tomar nota de lo que escritores de todo el mundo tendrán que decir en este magno evento, será sin duda enriquecedor para la propia obra y la propia madurez como persona y como creador. Uno busca aprender, ya lo decía, aprovechar al máximo todo lo que estos encuentros y este escaparate de literatura y vida puedan brindar desde la diversidad, la multiplicidad de formas de ver e interpretar el mundo que nos rodea, en este tiempo en el que todo se ha vuelto tan convulso y deshumanizado. Lee la naturaleza es el lema de esta edición de FILBo 2024 y Brasil su país invitado. Ojalá sirva para reconciliarnos con nuestra esencia. Lo dirán los versos.




domingo, 10 de marzo de 2024

Crónica de unas semanas sin tregua

La vorágine de las últimas semanas ha colapsado por completo cualquier actividad creativa e incluso lectora. Presentaciones, participación en conferencias, encuentros literarios y editoriales...Con ansiedad esperar el tiempo de la mansedumbre. Difícil en medio de una agenda poblada de compromisos y eventos a corto y medio plazo. Aún conservo en la memoria los ecos del saxo que arroparon la lectura de los versos de Tentativas de escapismo en la tarde lluviosa de su presentación, las imágenes de aquellos momentos que sirvieron para ungir la puesta de largo de un libro con vocación viajera, cuyas palabras buscarán ser pájaro y pluma allende los márgenes del cuarto propio. Un libro de agua y de vuelo, destinado a ser licor en paladar virgen. Aquel frío de Cáceres en la noche de febrero permanecerá siempre en la caricia de estas páginas, vayan donde vayan. 


Con el sabor del verso recién inaugurado todavía en los labios, volver al amparo del lugar al que perteneces. Hacer recuento de la memoria vivida y aprendida para dejar constancia de un itinerario al que se adscribe la trayectoria y experiencia propias. La devoción por la ciudad que ha marcado los puntos cardinales de una vida y que gustoso compartes. Es sorprendente comprobar cómo tu discurso se agiganta y deja pequeño el auditorio al que va dirigido, que se hace necesaria una reedición del relato para no dejar fuera a quienes expectantes ansían ser partícipes de su mensaje, sumergirse en los fotogramas que jalonan la secuencia de toda una línea de tiempo que se remonta al que respiraron aquellos que nos precedieron y nos hicieron como somos. Hay mucho de historia y de nostalgia, de romanticismo en todo ello. Nunca pensé que estas Imágenes y recuerdos del Cáceres romántico iban a despertar el interés que han suscitado. Tras la desmesura de aquel primer pase, el 29 de enero, quién podía pensar que habría un segundo, apenas un mes después. Pero es que la exposición del 4 de marzo no disminuyó las expectativas y volvió a congregar un público, nuevamente numeroso. Sirvan estas palabras de agradecimiento a quienes lo hicieron posible, en este caso, a la asociación ASCEMI y a sus responsables. Mi gratitud infinita.


Entretanto, un intervalo de aire fresco en medio del bullicio de estos días. Cerrar ese intenso febrero en los aledaños del Mediterráneo, allí donde la luz se hace pincelada, reminiscencias del Sorolla más marinero y colorista. Pausa de aprendizaje en Valencia para recuperar el tono. Larga sesión de tren de un lado a otro del mapa. Ciudad herida por el mazazo del fuego en la antesala de las Fallas. Luto y fiesta en cuarentena por la tragedia. Lluvia intermitente que riega el itinerario desde el centro hasta el ensanche futurista que presiden los volúmenes de la Ciudad de las Ciencias y las Artes.



De vuelta, retomar el pulso de las propuestas poéticas en el encuentro nómada de un "Edita" que ya lleva nueve años erguido en territorio propio, aunque con el sabor onubense que le confiere la presencia de Uberto Stabile y la pléyade de creadores que se congregan en Cáceres a reclamo de María Carvajal para hacer posible este pequeño festival de la edición independiente y la poesía, fructífera secuela de aquel que ya es un clásico. Con y sin Norbanova, ahí estuvimos. 


Y como cierre de esta crónica que es trasiego y diario de unas semanas sin tregua, el emocionante abrazo con el escritor y amigo Félix José Ortiz, en la tarde del 7 de marzo, con motivo de la presentación de su libro Flexiones, en el Aula de la Palabra de la Asociación Cultural Norbanova. Si hay alguien a quien pueda considerar partícipe de una complicidad literaria que trae causa desde los orígenes de nuestras respectivas primeras escaramuzas con la palabra, ese es Félix Ortiz. De ahí que el reencuentro resulte todavía más gozoso y sobre todo, si es para conmemorar y dar visibilidad a su nueva criatura. Es un lujo que un orfebre del lenguaje como él nos ofrezca su trabajo, sin duda alguna original y lleno de mensaje, que comparta sus "Desaforismos" con los lectores de Cáceres, ciudad que acogió aquellos momentos iniciáticos en su carrera de escritor, mecidos por el vuelo de la Oropéndola