domingo, 21 de mayo de 2017

¿Dónde está la poesía?

Hace unas semanas, volvía a Madrid por unos días, en uno de esos viajes de trabajo que siempre dejan algún hueco para la desconexión de lo cotidiano. Ante los estantes de una gran librería, frente a la avalancha silenciosa de títulos, elijo unos cuantos, en un movimiento que se diría al azar si no fuera porque me encuentro en la sección de poesía y las ofertas parecen bien definidas. Aunque uno sigue siendo proclive a ciertos nombres y editoriales, cuando no hace demasiado tiempo que ha publicado en una de ellas, parece instintivo el instinto de búsqueda que empuja a tratar de localizar, sea por vanidad o espíritu de supervivencia, algún vestigio de ese libro propio que la última vez que visitara la misma librería se encontraba aguardando el furtivo desembarco de algún lector ojeroso. Poco tardo en advertir que continúa allí aquel solitario libro de poemas, tan brillantes sus cubiertas como el primer día, y que no ha aumentado la familia. Es verdad que en gran medida los libros son lo que quienes los conciben y producen quieren que sean, que uno es autor perezoso y poco dado a explorar los territorios de la farándula, por lo que no resulta extravagante que sus palabras, acostumbradas al gramaje del papel, acaben tan cosidas en las páginas que terminen condenándose a vivir emparedadas entre ellas. Ahora que trato de poner en pie con versos de nuevo cuño, una vez más, otro castillo de naipes, no paro de preguntarme cuál es realmente el itinerario de la poesía, si no será que se vinieron abajo demasiado pronto los andamiajes, que el resto del trabajo lo hicieron el viento y la desidia. Bien habría hecho honor El tacto de lo efímero a su título, me digo, ante tal pléyade de volúmenes recién salidos del horno editorial que pueblan las mesas de novedades. Acaso lo que uno precisa sea un reciclaje, pero no un mero lavado de cara, una vuelta de tuerca, sino una actualización del sistema operativo en toda regla.  

Al subir hasta la habitación, en el hotel, salgo del ascensor y me detengo en la cascada de luces que desde la última planta ocupan el espacio inerte del hueco de la escalera. Cristales y más cristales, tubos fluorescentes, engarzados unos con otros, componen un sauce que llora lágrimas de tungsteno. Pienso si tal vez no ocurra lo mismo con los versos y sea preciso esperar a que las luces vuelvan a encenderse. 

Llevar todo este tiempo enhebrando pétalos de silencio me ha hecho olvidarme de tantos poemas que, aunque no lo parezca, siguen vivos, aguardando su turno para ser leídos o publicados de nuevo. Al abrir la puerta del cuarto y percibir ese regusto salobre de la soledad, algo me dice que quizá sea el momento de abrazarse a esa luz que lo inundaba todo ahí fuera, que la poesía tiene su tiempo y sus lugares, que no está hecha de carne mortal. Quizá sea en verdad así, y mientras me dispongo, reincidente, a hilvanar los acordes del lenguaje, me aferro al sendero que como un faro, marcan desde su atalaya de papel esas voces que siempre me acompañaron y de las que se goza cuando se pronuncian en la calma de la vigilia, consciente de que más allá de las paredes una ciudad irrefrenable se despereza sin rubor. 

Mi visita también lo fue para profesar por un instante el oficio del arqueólogo, porque así se siente uno cuando hurga y escruta en los cajones que los libreros de viejo amontonan en sus casetas, aquellos en los que se apilan y confunden materiales de distintas procedencias y edades. Al revolver entre todo ello, recupero mi reflexión inicial acerca del destino de la poesía. Cientos de libros, en su mayoría descatalogados, surgen de pronto de las arenas del desierto. Más temprano que tarde, seguro que también los de uno. Aquellos por los que pregunto y los que de súbito se yerguen como fragmentos óseos, no tardan en saciar el hambre del aficionado buscador de tesoros. Llevaba tiempo detrás de una primera edición de Vicente Aleixandre y ahora tenía entre mis manos “Nacimiento último”, publicado por Ínsula, en Madrid, en 1953. 



Abriéndolo al azar, sus sublimes versos parecían deshacerse en contacto con el aire, no sin antes empaparlo todo de auténtica poesía, la misma que Blanca Andreu concibió hace ya varias décadas y que la llevó a obtener el Premio Adonais en 1980, con un libro que, desde su edición en Hiperión, tuve como compañero de viaje en aquellos años. Ahora se me presentaba en su primera publicación, la de Ediciones Rialp, en la misma colección Adonais, surgiendo de su interior todo ese bestiario de vigorosas imágenes que dislocaron la conciencia poética de entonces. 


En la penumbra de la habitación, el tacto de estos viejos ejemplares parecía transmitirme a través de las yemas de los dedos una pequeña dosis del duende de sus creadores, acaso para decirme hasta qué punto la poesía no deja de estar viva, también cuando la oscuridad se cierne sobre los corredores y el sueño se agiganta entre las palabras. Siempre estará ahí la poesía, solamente hay que dejarse acariciar por ella.

viernes, 12 de mayo de 2017

Mis últimas lecturas en prosa.

Si algo lamento es no disponer de tiempo, sobre todo para leer, para sumergirme en esos océanos de conocimiento e imaginación que atesoran los libros. El tiempo es un bien escaso, fungible y perecedero. En esta época del año, cuando el libro es protagonista de ferias y otros fastos, la llamada de la lectura se siente si cabe, aún con más fuerza, aunque uno ya no tenga casi espacio para ubicar las nuevas adquisiciones que suceden como secuela de tales eventos. 



Casetas de la Feria del libro antiguo y de ocasión, en el Paseo de Recoletos de Madrid, el pasado martes

Acumúlanse pues los títulos, a modo de sapientísima Torre de Babel sobre los estantes, sobre aquellos otros que llevan habitándolos desde épocas inmemoriales y ya lucen ese prurito de la vejez que, como si de bodega se tratase, confieren distinción y solera a toda biblioteca que se precie. Aunque en la mía los libros de versos son multitud, hoy estas líneas son para hablar en prosa, para gozar del agradable regusto que me han dejado las últimas novelas que han pasado por mis manos y de las que, pese a las limitaciones horarias -traducidas en la práctica en una mayor demora para la conclusión de su lectura-, he terminado dando cuenta. Siempre he leído con retraso, nunca a remolque de modas o best sellers, aunque muchos de mis autores preferidos figuren entre los de más venta o dispongan de legiones de seguidores, adictos casi, a sus formas de interpretar la literatura. Cuando me he acercado a sus libros, las más de las veces, llevaban ya tiempo publicados. Me pasó con Paul Auster, con Patrick Modiano, y también con Haruki Murakami. De los tres, solo el francés consiguió la bendición de la Academia Sueca, mientras que el primero quizá lo logre algún día y el último, por lo visto hasta ahora, parece tenerlo crudo. Lo cierto es que no acostumbro a leer a impulso de premios, aunque quizá ya sea hora de que ese Nobel que tanto se resiste, termine recalando en las laderas del Monte Fuji.


Haruki Murakami 

 Acaso los jurados suecos no se apasionan con el universo onírico del escritor nipón y se pierdan en sus no pocas divagaciones, que apuntan a la idea de una novela que se construye página a página, sin un esquema específicamente definido de antemano. Algo así parece suceder en "Baila, baila, baila", cuya lectura finalizaba no hace mucho y que produce sensaciones contradictorias: el hilo de Ariadna que deslía su madeja y se desparrama sin norte entre un amasijo de páginas interminables, la atmósfera que crean unos personajes condenados a ser parte de un extraño rompecabezas, el suspense que persiste  hasta los últimos párrafos y que pone en pie la solo aparente deriva de la trama. Pero es que me enganchan estas historias sin demasiada acción, infestadas de figurantes problemáticos, donde el itinerario de sus vidas se erige en  verdadero protagonista. En la ida y vuelta de un viaje de tren encaminé mis pasos hacia el "Barrio Perdido" de Patrick Modiano. Otra vez un actor principal sumido en las encrucijadas de su propia realidad, atrapado por los recuerdos de un pasado y de unas calles que intenta rescatar veinte años después, pero que ya no le pertenecen. Demasiado París tal vez, aunque imprescindible para comprender que la ciudad, como las personas que la habitan, tiene sus momentos y sus nombres, que el paso del tiempo se encarga de renovar, de convertir en materia del olvido. 



Patrick Modiano, Premio Nobel de Literatura 2014

Me aguarda ahora Vila-Matas con su más reciente criatura, "Mac y su contratiempo", aunque quizá se demore todavía un poco. Buenas compañías no le faltan para hacer la espera más llevadera, Antonio Colinas, Juan E. Cirlot, Guillermo Carnero... Como los anteriores, es el barcelonés otro de mis autores de cabecera. Sus novelas están cargadas de enseñanza, de ironía y situaciones imprevisibles. Seguro que estas nuevas páginas suyas rebosarán de la inteligencia que le caracteriza y que tan bien sabe transmitir al lector. 


Enrique Vila-Matas y su última novela