sábado, 22 de febrero de 2014

Antonio Machado, inmortal

Comienzo esta entrada cuando apenas le quedan minutos a este 22 de febrero, que ha visto hasta qué punto se recuerda, 75 años después de su muerte, a uno de los grandes hombres del siglo XX en España, el poeta Antonio Machado, andaluz de nacimiento, castellano de corazón, profundamente español y comprometido con su palabra y con su mensaje. Tal día como éste que se está marchando, se cerraban sus ojos para siempre en la habitación de un pequeño hotel de Collioure, no demasiado lejos de esa España que se había visto obligado a abandonar junto con su madre y su hermano José, enfermo de desesperanza por los horrores de una guerra cruel y fraticida que le empujaba más allá de la tierra de sus recuerdos, uno más en medio de las columnas humanas que atravesaban a paso lento y lastimado la frontera, sin volver la vista atrás, sabedor de que allí quedaba esa senda "que nunca se ha de volver a pisar". Qué triste mes de febrero el del caminante, tan cerca del último viaje, el del viajero cuya nave aguarda tras una celosía de estelas el momento de enfilar su ruta hacia los Puertos Grises, donde dicen se alcanza la inmortalidad, donde no hacen falta equipaje ni aparejos, tan solo lo puesto y unos papeles arrugados en los bolsillos, unos papeles con versos envejecidos y versos de vuelta al origen, a aquellos recuerdos de un patio de Sevilla, donde los días eran azules y la infancia un sol contagioso que impregnaba los dedos de sonoros ecos de fuentes y tardes lentas de belleza jamás olvidada. Antonio fiel, intelectual y enamorado, víctima de su convulsa patria. Le conforta quizá la imagen aún casi niña de Leonor, espera encontrarla de nuevo, volver con ella a aquellas tierras áridas de Soria, recobrar su aroma que hace ya tanto tiempo se perdió entre los juncos del Duero. Pero aquí la humedad llega del vecino mar, una humedad que viene para quedarse y envolverle, con su verso, con sus recuerdos, bajo la tierra mullida de un pueblo que habla ese francés que él tan bien conocía. Se fue el maestro pero supo esquivar la daga del olvido.


Joan Manuel Serrat: En Collioure. Homenaje a Antonio Machado



domingo, 2 de febrero de 2014

Con Félix Grande en Madrid. Aprendiendo...

Muchas líneas se han escrito estos días a cuenta de la muerte de Félix Grande, ese grandísimo poeta que en las postrimerías de este aciago mes de enero se unía a la nómina de aquellos otros no menos ilustres que en estas últimas semanas pasaron a engrosar las implacables estadísticas de la Parca. No voy a dibujar un nuevo panegírico ni pretendo sumarme a las innúmeras necrológicas que ya se han escrito acerca de todos ellos, pero tampoco puedo resistirme a no pergeñar unas líneas en recuerdo de ese poeta cercano que se nos ha ido y de cómo tuve la oportunidad de conocerle y compartir con él apenas unas horas, hará pronto dos años, a comienzos de la primavera de 2012 en un lugar emblemático como la Biblioteca Histórica de la Universidad Complutense de Madrid. Esta semana, comentando alguna entrada de facebook, escribía que aquel había sido uno de esos días que no podré olvidar en toda mi vida. Y es cierto. Para quien se siente pequeño en esto de la literatura, la meta ha sido siempre la de aprender, escuchar, empaparse de la palabra, las experiencias, el conocimiento, la humanidad de aquellos otros que están muchos escalones por encima. Eso mismo pude experimentar aquella tarde en Madrid, sintiéndome un intruso casi, un polizón, un qué hago yo aquí... Mi amigo, el poeta y profesor Santos Domínguez, presentaba su libro "Las alas del poema", en la capital. Un libro que había publicado la Asociación Cultural Norbanova. Tal era la justificación de mi presencia en ese lugar. Al salón de actos no acudió precisamente mucho público. Pero ellos fueron llegando y tomando asiento. Creo que Félix Grande y su mujer, Paca Aguirre, serían de los primeros. Ya estaban allí Santos y Rosalía, y quienes iban a oficiar de presentadores, los profesores Francisco García Jurado y Marta López Vilar, esta última, también poeta. No conocía a ninguno de ellos. En el vestíbulo, conversaciones incidentales sobre lo divino y lo humano mientras aguardaban la llegada de Pablo Guerrero, que venía de más lejos y tenía que hacer varios trasbordos en el metro. Entretanto, aparecieron Manuel Longares y el poeta brasileño afincado en Madrid, Marcio Catunda. También en estos preliminares, me daba tiempo a colocar los libros del catálogo de Norbanova sobre una mesa, a la entrada del salón. El fotógrafo Enrique Cidoncha tomaba algunas instantáneas. Por fin entramos. Disfrutamos. Escuchamos la voz de un poeta, de puntillas sobre los acordes de la música, entremezclada con el óleo de los pinceles, trascendiendo del tiempo y del espacio: 

Ya nada existe fuera de esta vigilia lenta,
de esta sombra tan blanca en la que languidece
con lenta disonancia
otra vez el acorde extraño del marino.

(de "Arcorde de Tristán", Las alas del Poema, Santos Domínguez)

Luego, el reflejo de la palabra se hizo comentario, compartida experiencia. Y allí surgió Félix, amigo y maestro, con la autoridad de una vida consagrada al oficio del verso, una vida plena, de las que dejan huella y tiñen de nieve el acanto de los capiteles. Recuerdo que fue una gozada escucharle, verle penetrar como un ofidio entre las palabras y las imágenes que desbordaban los poemas, iluminar con su magisterio y acendrada humanidad sus recovecos. Aprender, de nuevo, insisto, y yo, con los ojos de par en par abiertos, entregado al estallido de una voz recia, firme, poderosa, que aún resuena en mi memoria.


Para terminar, unas fotografías irrepetibles. Las del intruso, las del aprendiz, las del párvulo al que llena de orgullo posar junto a sus mayores, a quienes nunca olvidará por todo aquello que le enseñaron: el secreto de hilar palabras en los oceános del insomnio, donde el alma se cuela fugitiva por las rendijas de la imaginación y bucea más allá, en los dominios pedregosos del arte, buscando ser arte...



 Al fin he descubierto el verdadero nombre del insomnio. Pasan los siglos como mansos bueyes, los acontecimientos como caballos con la crin dura  por la velocidad. Pasan las canas en una multiplicación sistemática y clandestina. Pasa mi padre hacia donde le aguarda el suyo. Pasan todos cuantos conozco, todos aquellos que amo. Pasa la especie, donde habito. Pasa todo en silencio. 

(de "Inmortal sonata de la muerte", Puedo escribir los versos más tristes esta noche, Félix Grande)