El tiempo que nos ha tocado vivir nos devuelve al absurdo. A un escenario donde nada resulta previsible, donde afloran los miedos, los resquemores y la desconfianza. Alguien diría que permanecemos a la espera, que seguimos el hilo de una partitura dodecafónica cuyas notas fluyen a la medida de cada revuelo, de cada alerta, de cada intervalo entre sístole y diástole. Leo en la prensa digital que el próximo tres de septiembre, en el Teatro "Reina Victoria", se estrena "Esperando a Godot", del irlandés, Premio Nobel de Literatura, Samuel Beckett, una de las obras más representativas del llamado "teatro del absurdo". Quién podría pensar que un texto como este continuaría gozando de vigencia todavía hoy, a caballo del siglo veintiuno. Rescato de mi biblioteca la versión traducida de Ana María Moix, y aunque no es el teatro un género de fácil lectura, me sumerjo en el entramado de los cinco personajes masculinos que se mueven en sus dos actos, tratando de dar cuerpo a la puesta en escena a través de las múltiples acotaciones que se entremezclan con los diálogos. Después del túnel que supuso el confinamiento, de "La vida en suspenso", en palabras de Jordi Doce, la crisis del hombre le ha hecho sentirse de nuevo vulnerable, expuesto al capricho de las inclemencias, necesitado de un tronco al que aferrarse, de una inyección de coraje. Como los personajes de la obra de Beckett, acaso el hombre del siglo veintiuno también espera la llegada de Godot. Y mientras tanto, nada mejor que mirar hacia afuera, reconciliarse con uno mismo a través del otro, levantarse con renovadas fuerzas. La poeta peruana Blanca Varela escribe: "soy un animal que no se resigna a morir" y en ello aparece resumida la esencia de la condición humana. Podrán sucederse las adversidades, los bandazos de la tormenta, mas la vida se entromete entre los obstáculos con paso firme.
viernes, 28 de agosto de 2020
sábado, 22 de agosto de 2020
Hojas de la Memoria: Taxis y coches de línea en Cáceres
Hace unos días, me alegró y sorprendió el mensaje recibido en mi correo, en el que un prestigioso historiador de la ciudad se hacía eco de uno de los textos publicados en este Blog a propósito de mis recuerdos y estampas familiares, facilitándome información valiosa sobre diversos antepasados comunes. Retomo pues ahora el hilo de aquellas publicaciones, surgidas al calor del confinamiento, y que a modo de "Hojas de la memoria", pretendían rescatar episodios o instantáneas de otro tiempo, con nuestra ciudad como telón de fondo, vista desde la perspectiva intrahistórica de unos personajes que se resisten al olvido.
Recordaremos hoy la época de los viejos "coches de punto", las paradas de taxis del centro de Cáceres, los primeros autobuses y "coches de línea", y lo haremos de la mano de quien fue uno de los primeros profesionales del automóvil de la ciudad, mi antepasado Juan Gómez Navas (abuelo paterno). En la conocida imagen de la Plaza Mayor de Cáceres procedente de la serie de tarjetas postales realizadas sobre fotografías de Luciano Roisin en la década de los años veinte del pasado siglo (número 2), y que reproduce Juan Ramón Marchena en su libro "Cáceres en el pasado", en los aledaños de la entonces existente bandeja central pueden verse los primeros taxis que circularon en la ciudad, conocidos como "coches de punto o plaza", nombre debido a que se contrataban en el lugar donde estaban situados y que servía de punto de referencia para fijar el precio de los servicios y desplazamientos. Así se definen en el Diccionario de la Real Academia Española, como "coches matriculados y numerados con destino al servicio público por alquiler y que tiene un punto fijo de parada en plaza o calle". Existió en la Plaza Mayor una zona donde se situaban dichos vehículos y que luego, años más tarde, se convertiría en la popular "parada" de los coches de línea, autobuses y furgonetas que realizaban servicio a los pueblos y localidades próximas. Vista la Plaza desde las escaleras del Ayuntamiento, a su derecha, en la parte baja, rebasada la Torre de Bujaco y antes de llegar a la calle Arco de España. Allí hubo incluso un bar que se llamó "La Parada" y que luego sería "El Miajón", a finales de los años setenta y durante los ochenta.
sábado, 15 de agosto de 2020
Sábado, quince de agosto
Quizá vaya siendo hora de abrir las ventanas, de desnudarse a la luz que tímidamente quiere volver a penetrar en la casa, desafiando el recato de los visillos. El tiempo ha pasado y aunque afuera continúan resonando con fuerza los acordes de la incertidumbre, agosto se tiende dócil, ávido de una normalidad que no acaba de llegar, aquella que quedó suspendida a las puertas de la primavera. Este año no hemos podido oxigenar el alma y relajar el cuerpo, ni gozar del anonimato a bordo de unas calles situadas en el envés del horizonte. Apenas solo percibir los aromas del aire que se cuela por las rendijas de los postigos y que huelen a ciudad aletargada, a sudor y a piel que han experimentado en carne propia la fragilidad. Quizá vaya siendo hora de despertar, de que la terapia de la lectura haga por fin ese efecto deseado de sentir la tentación de la cuartilla en blanco, de la pantalla en stand by, aguardando el sonido de las palabras. Los meses en silencio, la soledad del cuarto y el recuerdo fósil de otros días, de otros lugares, alimentado por ese vicio, acaso perturbador, de revisar los álbumes de fotografías, con sus instantes petrificados, parecen querer dejar paso a una nueva savia, a un aire que, insolente, respiro desde las páginas de los libros que emparedan el entorno de esta cotidianidad que, a fuerza de repetirse, se nos ha ido infiltrando bajo la epidermis. No hace mucho terminaba "Los nombres epicenos", última novela de la escritora belga/japonesa, residente en París, Amélie Nothomb, historia donde lo cruel y la ambigüedad del sentimiento se derraman a partes iguales con su habitual precisión y certera mecánica narrativa, lejana a la saturación verbal, literatura inteligente y psicológica, que engancha sin paliativos. Otra mujer, Ana Merino, ha tomado el testigo de mis lecturas en este verano de obligadas pausas. Su novela "El mapa de los afectos", Premio Nadal 2020, me ocupa a estas alturas de agosto. Me ha costado sin embargo regresar al verso. No por falta de obras y propuestas. Durante el eclipse, con la vida agazapada entre cuatro paredes, se antojó esquiva su caricia, hiriente y anafiláctica. Aún cuesta acostumbrar de nuevo el oído al ritmo, a las rutinas del poema. Tal vez sea más fácil escuchando el piano de Chad Lawson, su "Waltz in B Minor", esta mañana de sábado, quince de agosto, con la mesa sembrada de tantos libros que demandan el protagonismo de un presente que se escribe renqueante, a trazos. Un tiempo para edificar nuevos propósitos, para "subir sin más demora al primer tren", para "celebrar el momento del regreso", que diría José Luis Morante.