martes, 27 de diciembre de 2016

2016: El año que vio partir a músicos y poetas hacia los Puertos Grises.

Por motivos bien distintos, una gran parte de las entradas de este Blog en 2016, al que ya le quedan apenas cuatro jornadas, han tenido algo que ver con la música, de una u otra forma. Y es que el año que se marcha no será bien recordado en los anales de este noble arte, pues sin duda la Parca se ensañó a conciencia con sus creadores e intérpretes, aniquilando con su fría mirada a un buen número de quienes habían sido iconos de varias generaciones, allá por el cada vez más lejano siglo XX. Hace unas pocas semanas recordaba mi descubrimiento de Leonard Cohen y de su poesía erguida sobre las líneas de un pentagrama. Luego, fue la perenne nostalgia de John Lennon, en el aniversario de aquel fatídico 8 de diciembre. Como tantos otros que nos dejaron este año, y recordemos por citar solo algunos a Prince, David Bowie, Manolo Tena, Maurice White, Glenn Frey, George Martin, Gato Barbieri, Keith Emerson..., pertenecen ahora a esa dimensión inescrutable, algo así como Los Puertos Grises que imaginara J.R.R. Tolkien en El Señor de los Anillos, lugares o dobleces del espacio/tiempo inmunes al aguijón del olvido, donde la memoria se extiende más allá del horizonte del recuerdo. Seres que acaso se encuentren ungidos por el don de la inmortalidad, y a los que se refirió Hermann Hesse en las páginas de "El lobo estepario", situándoles en "el éter helado e iluminado de estrellas...asintiendo en silencio a la vida latente, mirando en silencio las estrellas que rotan".  


Ilustración de Alan Lee: "Los Puertos grises"

El año que se marcha ha puesto sobre la cubierta de esos veleros que enfilan la ruta hacia aquellos puertos ignotos que se alzan al otro lado de las nieblas a muchos viajeros insignes. Buena parte de ellos trazaron la banda sonora de mi generación y por eso su partida resulta más cercana e hiriente. Las décadas de los setenta y ochenta de la pasada centuria han ido despoblándose de sus figurantes, impío el destino escribió sin tregua cientos de titulares de prensa, teletipos y tuits, sin respetar festivos ni estaciones. Llegado diciembre, el estupor se hace crujido en los cimientos de ese mundo que nos ha hecho como somos, con sus iconos y sus personajes de ficción, con el consuelo que siempre nos ofrecía considerarlos parte de nosotros, pero indestructibles, héroes que jamás podrían ser abatidos. La noticia de la reciente muerte de George Michael, en su casa de Londres, retrotrajo la película de mi vida a aquellos instantes de juventud, que también era la suya, a mediados de los ochenta, cuando era pecado mojarse los labios con la quemazón de un sorbo de whisky en la penumbra de una discoteca mientras de fondo la machacona e irreverente letra de "I want your sex" te arrastraba sin ambages a una pista atestada de caliginosas sensaciones. 


George Michael, en la época de su Álbum "Faith" (1987), que contenía entre otros, el polémico tema "I want your sex". 

Sin tiempo casi para reponerse del impacto, los diarios digitales anunciaban hoy la desaparición de la actriz Carrie Fisher, la icónica "Princesa Leia" de Star Wars, papel que la atrapó inmisericorde y marcó su trayectoria de por vida. Apenas un año atrás la veíamos, en "El despertar de la fuerza", despedirse de Han Solo (Harrison Ford), y notábamos cómo le brillaban los ojos por el presagio cruel que la atenazaba por dentro. Quizá los guionistas tengan que modificar el libreto de la nueva historia que actualmente  se está rodando para buscarle un final que quizá no habían previsto de antemano, más cerca de las estrellas, surcando las constelaciones  junto a los antiguos caballeros Jedis



Carrie Fisher, caracterizada como Princesa Leia, 
en su última aparición en la saga Star Wars (2015)


Aquí abajo, los mortales continuaremos construyendo nuestro universo cotidiano y seguiremos atentos a esos titulares de prensa que de seguro no cesarán en su propósito de sacudir las líneas rectas de la existencia con sus cargas de profundidad, siempre dispuestos a no dejarnos dormir. 

Exactamente como advierte el  poema "Titulares", perteneciente a mi libro "El tacto de lo efímero" (Ediciones Vitruvio, 2016, Colección "Baños del Carmen"). Con él cerraremos esta entrada. 


                                      TITULARES

Teletipos hieren como anzuelos.

Una nueva sangría de inocentes 
en un país habituado al dedo índice.

Un avión extraviado de los radares sobre la vertical de un océano
       en las antípodas de la intemperie.

Certero el azote de los elementos, 
ensañándose displicentes con los desheredados, 
astillando sus carnes lastradas de impotencia.

Ruido y más ruido en los escaños del parlamento.

Demasiados decesos de artistas y poetas.









domingo, 18 de diciembre de 2016

De Dylan a Elizabeth Bishop. Una mirada norteamericana.

Todavía conservo en los oídos la melodía y las letras de Bob Dylan que apenas hace una semana inundaban la Librería-Café Psicopompo, de Cáceres, en auténtica explosión de fraternidad musical y poética con la excusa de celebrar, a nuestra manera, la entrega (¡) en Suecia del Premio Nobel de Literatura y los olvidos de Patti Smith, que no fueron los de José A. Secas, que se ocupara de leer el mismo poema, el larguísimo "A hard rain's a gonna fall" lleno de continuas referencias apocalípticas. Brillaron las guitarras y las voces, el arte del recitado y la interpretación a cargo de consumados especialistas como Vicente Rodríguez o Alonso Torres, pero en general, el acto fue todo un éxito y una gran parte de ello corresponde al inefable Jaime Naranjo, quien supo coordinar a participantes tan dispares pero igualmente comprometidos en hacernos pasar una inolvidable velada en torno a las letras y los acordes de Robert Zimmerman, con la inestimable colaboración de virtuosos como Mario Osuna, capaz de deletrear con su guitarra cualquier estilo, cualquier propuesta musical para acompañar los no siempre fáciles textos del galardonado poeta y cantautor estadounidense. 


Jaime Naranjo (derecha) y Mario Osuna (izquierda), durante la velada homenaje a Bob Dylan en Librería Café Psicopompo, el pasado 10 de diciembre (Fotografía procedente del Facebook de la propia librería)

No es la primera vez que me ocupo en este blog de Bob Dylan y su controvertido Premio Nobel de Literatura 2016.  Ahora lo hago desde las páginas de un libro, el que acaba de editar Malpaso, y que contiene sus letras completas (1962-2012), en versión bilingüe (Traducción de Miquel Izquierdo, José Moreno y Bernardo Domínguez Reyes), con notas de Alessandro Carrera y Diego Manrique, prologado por el propio Diego Manrique. Un libro sin duda de los que no pasan inadvertidos en cualquier biblioteca, tanto por su impactante volumen, como por el colorido de sus cubiertas (entre las varias opciones, escogí el amarillo, sea por eso de la superstición, por la "¡mucha mierda!" que Dylan ha ido acaparando hasta conseguir el Nobel). Una primera impresión del contenido no deja tampoco indiferente al lector. Aquí no hay música, solo palabras, muchos versos, y desde luego, después de leer unos cuantos, en cualquier lugar de sus casi mil trescientas páginas, la impresión que se obtiene es la de que, olvidándonos de que estamos ante letras de canciones, el poeta y su mensaje se desbordan, dejando patente la enorme capacidad de un creador que ha sabido imponer su peculiar forma de contemplar el mundo, con sus repetidas obsesiones (muchas de ellas acerca de temas existenciales, religiosos o políticos), desterrando formalidades y convencionalismos. Porque desde luego, no es Dylan un poeta al uso, en él convergen múltiples elementos de la tradición americana, no solo la del folk o el blues, bebe también de autores como Faulkner y asume contextualidad y formas expresivas propias de la Beat Generation, pero sin renunciar a una identidad propia que le convierten en un creador prolífico y polémico, siempre "llamando a las puertas del cielo"


El contrapunto de Dylan en mi biblioteca lo será esta vez una mujer, o mejor dicho, dos, porque después de hacer parada en la literatura americana, al saltar virtualmente el charco me encuentro con el magnífico "Ficciones para una autobiografía", de Ángeles Mora, editado por Bartleby Ediciones, autora que fue Premio Nacional de la Crítica en 2015 y que acaba de obtener el Premio Nacional de Poesía en 2016. 


Pero volviendo a los Estados Unidos, es ahora la escritora Elizabeth Bishop la que concentra mi atención al poder contar con el primer volumen de sus obras completas, enteramente dedicado a su poesía, que acaba de publicar Vaso Roto en su colección "Esenciales", en edición bilingüe y traducción de Jeannete L. Clariond. Me han sorprendido los versos de esta mujer, directos, muy personales, con una temática esencialmente centrada en la dimensión de la existencia y la posición del ser humano en este mundo que le rodea, lleno de preguntas. Otra vez, un libro voluminoso para mis anaqueles, de esos que no se leen ni mucho menos de un tirón, pero que se consultan con frecuencia, que llaman a ser abiertos por cualquier página. Es la poesía de la cotidianidad, de las cosas cercanas, del sentimiento y la conciencia. Muy interesante la reproducción, después de sus obras publicadas, de sus manuscritos inéditos, ilustrados con la imagen de las propias y a veces arrugadas hojas de papel donde la autora plasmó sus ideas, con sus enmiendas y tachaduras,  de su puño y letra, o haciendo uso de una vieja máquina de escribir. Sin duda, una forma de aproximar al lector al peculiar microcosmos de la escritora. 


jueves, 8 de diciembre de 2016

El día que asesinaron a John Lennon

El día que asesinaron a John Lennon apenas si había escuchado su música ni leído sus letras. Él acababa de cumplir los cuarenta y yo todavía andaba errando por los caminos de la adolescencia. De los sesenta sabía más bien poco, apenas lo que la televisión de entonces se encargaba de filtrar, los pocos discos de vinilo que había en mi casa. Ninguno de mis conocidos había ido a Woodstock ni había llorado cuando los Beatles se separaron, a primeros de la siguiente década. Todo aquello parecía tan lejano y ajeno. A punto de finalizar 1980, y con un nuevo tiempo abriendo sus puertas, los telediarios se llenaron de súbito con una noticia impactante. Ahora sí que The Beatles serían para siempre historia, cualquier posibilidad de reunión del cuarteto quedaba abortada por la insensata decisión de un paranoico, tras descerrajar varios tiros contra el carismático John, a las mismas puertas del edificio Dakota, en Nueva York, donde residía junto a su compañera, Yoko Ono


Desconocía entonces la siniestra leyenda que acompañaba a aquel inmueble, donde residieron el actor de terror Boris Karloff, famoso por interpretar a Frankenstein en la gran pantalla, o donde se rodaron películas como "La semilla del diablo", de Roman Polanski, cuya esposa, Sharon Tate, sería luego asesinada por el satánico clan de Charles Manson.  Aquel fatídico lunes 8 de diciembre, John regresaba del estudio de grabación junto con Yoko cuando se topó con un joven que, como otros tantos, le abordó para solicitarle un autógrafo. Mark David Chapman debió mirarle con rostro circunspecto, para luego pronunciar el nombre de su víctima antes de apretar el gatillo hasta en cuatro ocasiones. Ninguna oportunidad tuvo el músico, cuya voz se apagó para siempre aquella mañana. Mientras dejaba caer el arma al suelo, el homicida sostenía en su otra mano un ejemplar del libro "El guardián entre el centeno", de J.D. Salinger, al tiempo que dedicaba aquella hazaña a su protagonista, el inadaptado Holden Caulfield.  


Al otro lado del océano, el suceso supuso un duro golpe para los incontables admiradores del ex Beatle, mientras que a otros, como yo, les abrió los ojos a su legado y al de su mítica banda. Aquella noche, escuchábamos Imagine en la voz prestada de otro artista, con acompañamiento de piano. Se nos helaba la sangre. A los pocos días, las tiendas de discos llenaban sus escaparates con vinilos y cassettes de los Beatles, con pósters del músico asesinado y de su grupo. Los ingresos se disparaban. Muchos caímos en aquel juego, pero a mí me sirvió para encontrar un faro de referencia en esa edad   tan proclive al desarraigo y al desconcierto, para empezar de nuevo, como John se había propuesto, después de un intervalo de silencio, con su disco "Double Fantasy", mano a mano con su compañera. Temas como Just Like (Starting Over), I'm losing you, Woman, fueron la banda sonora de aquellos primeros escarceos de una década donde la música tendría mucho que decir. 


Aún recuerdo aquellos primeros bailes "agarrados" de mis primeros guateques, escuchando de fondo ese tema de John"Woman", auténtica serendipia en un tiempo convulso.  Han pasado la friolera de treinta y seis años, y él tendría ahora setenta y seis. No sabemos con qué ojos contemplaría el mundo que hoy nos rodea, pero seguro que se sentiría intranquilo, sorprendido por la voracidad de la tecnología y la deshumanización de los sentimientos, donde los mitos han pasado a ser iconos warholianos y la música pugna por reconquistar el terreno perdido. Al otro lado del tiempo, sigo escuchando a los Beatles, intento edificar sus armonías a lo largo de los trastes de una guitarra. Y eso que ya son los dos los que se fueron, pues a John le siguió George, en 2001, víctima de esa plaga cuyo nombre hace temblar los pilares de la templanza, el cáncer. Quizá hayan encontrado la paz que tanto predicaban, en los senderos de una dimensión inasible a las manos, a los resortes de la conciencia. 



sábado, 12 de noviembre de 2016

First we take Manhattan, then we take Berlin

Hace casi treinta años, una tarde de poesía en los jardines de la ciudad monumental de Cáceres, dentro del programa que se llamó "Cáceres intramuros", termina en los salones de un mesón, dentro también de ese mismo casco histórico que lucía flamante su designación como Patrimonio de la Humanidad. Comparten mesa jóvenes escritores, universitarios, gente interesada por las letras, algunos completamente neófitos en estas lides. De pronto, alguien echa mano de una guitarra y la poesía se calza los ropajes de la música, entre los acordes y el sesgo de una voz rasgada que proclama un mensaje visionario. First, we take Manhattan, then, we take Berlin. Ya la había escuchado antes, era 1988, y Leonard Cohen acababa de publicar su disco "I´m your man", plagado de certeras canciones, construidas desde los más hondos cimientos de su condición de poeta. Éramos jóvenes, pretendíamos alimentar la palabra, vestirla con los artificios del lenguaje, y coreamos aquel estribillo sin pararnos a pensar en su mordiente premonitorio, en que el mundo se encontraba sumido en una carrera de fondo que nos llevaría a enfrentarnos a una realidad que entonces ni siquiera imaginábamos, pero que daría sentido a esas letras que llamaban a no quedarse quietos, a hacer de la poesía un revulsivo con el que confrontar el envite de los nuevos desafíos que Cohen ya adivinaba y que iban a socavar muchos de nuestros valores, los más propios del ser humano, indefenso ante el mecanicismo de una civilización cada vez más deshumanizada. Ahora Leonard ha fallecido. Siempre quise poner en práctica sus enseñanzas, como las de Borges o T.S. Eliot: no rendirse, escribir como alternativa a la demencia. Se nos ha ido uno de los bendecidos, pero sigo escuchando su First, we take Manhattan, como aquella noche de los ochenta, en la que todos éramos un poco mirlos blancos. 


martes, 1 de noviembre de 2016

Réquiem de Mozart y otras músicas para el Día de Difuntos

El Réquiem de Wolfgang Amadeus Mozart ha sido siempre una de mis piezas musicales preferidas. Mi forma de celebrar el Día de Difuntos será sin duda escucharlo, disfrutarlo. Y cerrar los ojos, dejándome atrapar por la atmósfera de sus melodías, su envolvente sortilegio, a medida que las distintas voces se convierten en una sola y la armónica caricia de la coral avanza por los compases, devorando la partitura inacabada, aquella en la que imaginamos trabajando a un Mozart ya enfermo, cautivo de sus fantasmas y que ha sido objeto de más de una leyenda urbana. Como la de que la obra respondía al encargo de algún siniestro personaje, o que en ella también pudo haber participado de algún modo aquel a quien la tradición ha dibujado como su competidor directo, Antonio Salieri. Así lo plasmó Milos Forman en la inolvidable Amadeus (1984), ganadora entre otros premios, de 8 Óscar de la Academia. En la cinta, un desmejorado Mozart, tísico y desfondado (Tom Hulce), se deja ayudar por Salieri (F. Murray Abraham), mientras deletrea las notas de esa obra que parece ser presagio de su propio final.  



LACRIMOSA (Réquiem Mozart), Filarmónica de Berlín, dirigida por Karajan

Con la música de Mozart todavía tintineando en los oídos, se hará más plácido el paseo por el camposanto, cuando ya las aglomeraciones hayan cesado y el recinto recobre la tranquilidad que le caracteriza, la que invita al sosiego y a la reflexión sobre la futilidad de la vida y los caminos de la trascendencia. Junto a los ángeles que custodian los lugares del último descanso, entre un mar de blanquecinas lápidas, de túmulos grisáceos verdecidos de líquenes, de nuevo irrumpe en el silencio la densidad de otros acordes que evocan presencias, desdibujados recuerdos de miradas y caricias que ya comparten el destino de la tierra húmeda. En Pavana para una infanta difunta, de Maurice Ravel, cada pulsación del piano despierta dormidas sensaciones, esboza rostros y pasos de baile, invisibles credenciales de un pasado que nos contempla con los ojos vacíos. 




PAVANA PARA UNA INFANTA DIFUNTA (Ravel): Interpretada por la West Eastern Divan Orchestra, dirigida por Daniel Barenboim

Concluiré el recorrido con un Réquiem que calificaría de "suave" y "aterciopelado", el de Gabriel Fauré. A las diferencias en cuanto al texto con el de Mozart, también éstas se perciben en el carácter más adagio y el tono de plegaria que impregnan el del compositor francés. Pasajes como Libera me o In paradisum, aparecen ornados de esta tintura, que no es sino el lamento del hombre temeroso ante la desolación y el frío eterno del sepulcro. 


IN PARADISUM (Réquiem Gabriel Fauré), interpretado por el Coro de la Catedral de Winchester






domingo, 23 de octubre de 2016

La guitarra de Bob Dylan

Siempre quise tener una guitarra como la de Bob Dylan. Acústica, de cuerdas metálicas, pero con cuerpo ligero, diseñada para hacer caminos con ella, acodada a la espalda. Se le ve sonreír portando su guitarra en la portada del disco Nashville Skyline. Se abrazaba a una Gibson Hummingbird, con su hermoso golpeador que adorna la boca de la caja acústica. Una guitarra muy años sesenta, de aromas californianos y hippies. Como las canciones de aquel álbum, editado en 1969 y que comienza con la versión dylaniana del tema de Johnny Cash, "Girl from the North Country". Es un disco atípico. Imaginamos a Bob en un club de carretera, alejado de los estándares del Dylan más ortodoxo. Country y a veces blues, con registros de voz casi irreconocibles y próximos a la estética crooner. Seguro que su Gibson Hummingbird hizo muchos kilómetros aquellos años. Pasarían otros tantos más hasta que yo pudiera rasguear las cuerdas de una que se le pareciera. A primeros de los ochenta, efervescente la euforia del pop, en algún momento, todos quisimos saber tocar la guitarra. Una versión clónica de la Hummingbird  fue mi regalo de Navidad en el 81. Ya  no existe la tienda en que me la compraron. Fue mi compañera en esa década de prodigios y de aprendizaje, alcé con ella los tabúes de la adolescencia, de sus cuerdas brotaron canciones y letras que hoy considero casi sagradas, pero que al igual que la edad, terminaron marchándose, como hojas flotando en el viento, dejando multitud de preguntas sin respuesta. Una vez más, Dylan ya lo había dicho: "The answer, my friend, is blowing in the wind". No sé qué pensaría si supiera que su melodía fue adaptada para ser cantada en la iglesia, como "The Sound of Silence" de Simon & Garfunkel o el Hallelujah de Leonard Cohen. Sea como fuere, está claro que el legado de Bob ha pasado a formar parte de nuestras vidas, que el inconsciente colectivo tiene algo de dylaniano.  Ahora, la Academia Sueca decide concederle el Premio Nobel de Literatura y las redes estallan. Solo él permanece ajeno, indiferente.  Quizá la mejor terapia sea leerle y escucharle. Es indudable que la música popular tiene una deuda con él, que siguiendo la estela de Woody Guthrie, sus letras, su estilo, dinamitaron la tradición del folk americano, que versiones de sus temas pueden escucharse desde The Rolling Stones, The Birds (con aquel inolvidable Mr. Tambourine Man), hasta Amaral, por citar solo algunos ejemplos. 


Bob Dylan con su guitarra Gibson Hummingbird,
en la portada de "Nashville Skyline"

El poeta continuó fiel a su guitarra, y yo seguí abrazándome a la mía, avejentada ya por la inapelable avalancha de los años, llena de polvo, reclamando un cambio de cuerdas y un ajuste de su alma. La madurez vistió los textos, impregnó los compases de otras cadencias, asomó tempestuoso el blues bajo los amarillentos cartapacios. Dylan permaneció sin embargo joven, trazando entre las líneas del pentagrama las claves con que interpretar este tiempo convulso que nos ha tocado vivir. No es la misma voz. Serpenteada de astillas, resuena ahora con impulsos eléctricos. Ya no se hace acompañar por aquella guitarra que un día codiciaran mis dedos; acaso ahora, la icónica Telecaster amarilla sea su confidente. La misma que sedujo a Lou Reed o Bruce Springsteen y que también yo he terminado acogiendo entre mis brazos, dócil dama de arpegios transparentes. Nada ha cambiado en Desolation Row. Suena distinto "Like a Rolling Stone", pero el resbaladizo crujido de la armónica continúa quebrando la cartografía de los silencios igual que antes, porque la poesía se dejó acunar por la música y quedó atrapada en su panal de infinitos acordes, viva para siempre en los trastes de su guitarra. 



Bob Dylan y su Fender Telecaster amarilla



domingo, 25 de septiembre de 2016

En el aniversario de dos nombres eternos: Rubén Darío y Volf Wostell


En el centenario de la muerte de Rubén Darío, en la presentación del número extraordinario que le dedica la revista "El Cobaya", que tuvo lugar en la Casa de América de Madrid, el pasado martes 13 de septiembre, se recordó el viaje del poeta a través de la Sierra de Gredos hasta la localidad abulense de Navalsáuz, donde residía su amada Francisca Sánchez, que fue custodia de su archivo durante años.

cien años de un hacedor de versos 
de un hombre a la medida de su tiempo 
funambulista entre las dos orillas del mar océano 
con su palabra de complexión intensa revestida de damasco

hoy cuentan la historia de un viaje 
de una búsqueda 
de un escenario que es de cordillera y dientes de sierra 
la historia de una mujer albacea de un secreto 
maniatado por la ausencia 
por el silencio de papeles que hablan 
e imágenes que aseguran que no fue un desvarío onírico 
que él existió de verdad 
como la retama que cubre los alcores 
que tuvieron cuerpo los nombres 
más allá de las páginas de un libro 


Obras poéticas completas de Rubén Darío, 1ª edición en Aguilar, Madrid 1932, y Revista "El cobaya", número 26, dedicada al poeta.


Cuarenta años después, sigue vigente en Los Barruecos el espíritu de Vostell. En su tumba en el cementerio civil de Madrid, su epitafio incita a la indagación de territorios y verdades aún no removidas: "Son las cosas que no conocéis las que cambiarán vuestra vida". 


septiembre clavándose impune sobre los mármoles
infiltrándose en la médula del granito 
donde la hiedra ha impuesto su reino de verdes confidencias 
y el abandono difumina las huellas de los que fueron

no da tregua el aluvión de lo desconocido
los materiales de que están hechas las pasiones 
el andamiaje de los días y el sabor oculto de las palabras 
todo fue modelando entre sus manos poderosas 
macerándose los enigmas del basalto en los roquedales 

quizá allí descifró la mística del agua 
se empapó de su parpadeo 
y levantó los ojos a la búsqueda de su propio estribillo 


Tumba de Wolf Vostell en el cementerio civil de Madrid





domingo, 4 de septiembre de 2016

Lecturas para el fin del verano

Tenaz el estío encaramado a los promontorios, con la codicia del fuego haciendo suyas las las dimensiones de la piel, la corteza descamada de los miembros ya ahítos por la canícula. Mediodía de septiembre. El otoño vendrá tal vez, pero sin duda se hará esperar. Mientras, es hora de hacer recuento de lo vivido, de lo leído, de considerar acaso el fruto de la pluma, caprichosa e indócil. El calendario se viene encima con su jerga de meses sin domesticar y su catarata de fechas. Es imposible anticipar cuál será su impacto, los atajos que aún duermen entre ellas, si la lluvia algún momento se hará presente, si lo harán también la fiebre y sus demonios. 


Sobre la mesa, los libros que me ocupan se abren paso. Seis han llegado a esta recta final del verano y el lenguaje de sus corazones se siente latir bien fuerte. Tras abandonar hace tiempo la tierra devastada y adherida a la planta de los pies de los personajes de Jesús Carrasco y su segunda novela "La tierra que pisamos", publicada por Seix Barral,  la fuerza de la palabra nos sitúa ahora en los días de aquella España quebrada por el filo de la guerra, escenario al que se ven abocados los histriónicos protagonistas de "El oído absoluto", la nueva novela de Manuel Longares, con el telón de fondo de la vida bohemia y descastada de unos seres marcados por el yerro de la pasión literaria. Con extraordinaria maestría verbal y un dominio del lenguaje que no dejará indiferente al lector, Longares se infiltra en las vicisitudes de un tiempo y unos personajes que discurren del sainete al drama. 

A pocos centímetros, cuatro volúmenes de poesía se reparten el espacio y los menguantes segmentos de reposo que estos últimos días aún toleran. Vigorosa ha irrumpido en la Colección "Tierra", de La Isla de Siltolá, "El hacha de plata" de Miguel Veyrat, con poemas ciertamente memorables. Como siempre, me sigo diciendo después de lecturas como ésta, cuánto queda por aprender. Advierte el poeta: "La eternidad -una ilusión peligrosa." Atina cuando insiste en que el secreto del hombre es un desafío que pone a prueba la gubia del artista. 

Indaga también en las raíces, en la turbiedad de los nombres, otro de los poetas que en estos días me traen de cabeza y cuya más reciente obra he tenido el honor de recibir con dedicatoria de su puño y letra: Francisco Castañón, de Madrid, a quien además escucharemos en Cáceres el próximo mes de enero. "Intimidad", publicado en la Colección "Baños del Carmen" de Ediciones Vitruvio, es un poemario de largo recorrido en el que descubrimos la voz de un poeta de amplio discurso y consolidada madurez, con versos enhebrados de tierra y humanidad, magnéticos y cautivadores, "...releídos por las algas y los arcoíris".  Seguiré pisando los terrenos que ondulan su palabra todavía algún tiempo. 

Más lejana ya la lectura de "Corteza de abedul", de Antonio Cabrera, publicado por Tusquets en su colección "Nuevos textos sagrados". Otro extraordinario volumen poético para este verano lleno de reflexiones, donde el hombre vuelve a ser protagonista en medio de una realidad a la medida de la incertidumbre. 

Para terminar, llegan recientemente a mi mesa las páginas de "Carrusel", de Ioana Gruia, que publica Visor. Un primer vistazo a su interior sorprende con rotundas sentencias que enlazan el vuelo de los sentimientos y la ironía del destino: "Nadie puede decir dónde empieza el final"Las estaciones se suceden como ese carrusel al que alude el título de esta obra, y ya lo decíamos al principio, es difícil saber qué deparan sus veredas. 

Latente el futuro reside en las líneas de la mano. 

miércoles, 31 de agosto de 2016

En la Casa de Antonio Machado, en Segovia. La voz que perdura.

Va siendo una muy agradable costumbre la de visitar casas de poetas. Uno sigue siendo aficionado a estas lides y respirar el mismo aire que los maestros de otro tiempo parece aportar una suerte de condescendencia o complicidad que luego tiene su recompensa sobre el papel. Especialmente en épocas de interminables cuartillas blancas, de largos silencios y atropelladas voces, cuando flaquean los registros de la palabra y ésta se vuelve tosca y huraña, intolerablemente lejana. Como en estos días. Queda al menos el consuelo de abrir los ojos, de absorber imágenes y aromas, recuperar lecturas enquistadas en los muros de la memoria, a la vez que intentar otras, hacer nuestras visiones más lúcidas que las de uno mismo y aprender, siempre aprender. 

Sabía que D. Antonio Machado había sido catedrático en 1919 en el Instituto de Segovia, pero su intensa relación con la vecina Soria, académica y sobre todo vital, quizá ofuscó sus años de tránsito por las calles de la hermosa ciudad del Acueducto. Ahora compruebo que en ningún momento fue así y D. Antonio continúa muy presente en la vida diaria de los segovianos, habiéndose convertido en imprescindible la visita a la casa-museo del poeta, donde éste vivió durante aquellos años de magisterio, hasta 1932, a medio camino entre la Plaza Mayor y los jardines del Alcázar. 




Calle donde se encuentra la Casa-Museo de Antonio Machado, 
en Segovia

En un verano del que aún sobrevive el recuerdo de las estancias de Keats, en el Hampstead londinense, la vivienda de D. Antonio Machado en Segovia me brindó sensaciones que se antojaban conocidas pero a la vez bien distintas. La calidez de las parras en el porche, ya repletas de racimos, me hablaron de esperanza, de que la vida se hace fuerte y se reinventa más allá del vacío y las adversidades. ¡Cuántas veces el poeta se sentaría en ese banco de piedra evocando a solas su melodía de sentimientos!



Leyendo poemas junto a las parras, a la entrada de la Casa de Antonio Machado

Escaleras arriba, pasillos franciscanos de calladas puertas, y la alcoba aún con olor a ausencia, la del caminante que un día se marchó con lo puesto. 




Interior de la vivienda, expositor con obras del poeta

Sobre una vieja cómoda, en el distribuidor reposa ahora un libro de visitasSus páginas no son blancas, como aquéllas que ahora se me resisten, están llenas de voces anónimas, pero vivas y cercanas. Como en Collioure, su última residencia, donde el correo que se acumula en un buzón, junto a su tumba, rubrica la inmortalidad del hombre, también en Segovia ese cuaderno de bitácora se rinde sin tregua a la vigencia de sus versos, a la sabia intuición de quien supo interpretar mejor que nadie la complejidad de un país forjado con la mecha del desconcierto. 

¡Qué certera y qué madura la parábola del poeta! 

Efímera es la materia, no así el vértigo que alimenta la historia, ese que duele y alborota el mañana con su parto de incertidumbre.