domingo, 26 de mayo de 2024

El universo reside en los libros: Buceando en una librería colombiana...y más

El universo de los libros carece de límites. Como el firmamento que se extiende más allá de la cúpula celeste. Quedan anécdotas después de las presentaciones que uno protagonizara en los pasados días en ciudades distintas y ante públicos también distintos. Episodios y aconteceres que fluyen en el curso de esta aventura singular que es la que se deja guiar por el timón de las páginas de un libro, ya propio, ya de terceros. Como dice Rafael Argullol, el laberinto en el que nos movemos contiene una verdad que además de inquietante, "es también hermosa, porque nos traslada a una existencia infinitamente más rica que la que se deduce de las tristes leyes que hemos inventado para hacer habitable nuestro espejismo del tiempo". Experimentar sensaciones como las vividas, apenas hace unas semanas, en tierras de Colombia, o las que genera la lectura de textos bendecidos por el aura de la iluminación poética, como la que poseen los versos germinados a partir de ese Rizoma que este pasado jueves escuchábamos de los labios de Efi Cubero, nos confirman que vale la pena continuar explorando los rincones de ese laberinto/universo donde avanzar es más fácil si se confía en el inagotable caudal de las palabras, en las claves que proporciona su juego, que es también el de la propia vida. 

En Bogotá, los pasillos de la librería Merlín, representan un ejemplo palpable de ese cosmos en el que todo tiene su sitio; la anarquía aquí solo es aparente, las escaleras, los anaqueles, el subsuelo bajo las mesas, son territorio fértil para que fermente el papel manoseado por el tiempo, las hojas que aún conservan la impresión digital que dejaron sus antiguos propietarios como fosilizados ex libris. La totalidad del conocimiento condensada en un punto, como aquel Aleph pretendido por Borges. Libros y más libros conforman un paisaje asilvestrado que evoca la selva dibujada por José Eustasio Rivera en La vorágine, novela emblemática de la literatura colombiana, trazando un imaginario donde cualquier evento es posible, desde los más sutiles hasta los más oscuros capaces de engullirnos con su secreto y opaco magnetismo. Pero no se tratará en este caso de un caos que ahogue al desorientado transeúnte como al personaje de Arturo Cova en La vorágine. Esta jungla bogotana no tiene esa naturaleza antropofágica que el escritor caleño Fabio Martínez, en su libro El viajero y la memoria. Literatura de viajes en Colombia (Sial/Trivium, 2024), asocia a la selva de la novela de Rivera. En esta librería infinita cuyo nombre evoca al más legendario de los magos, es el visitante, el buscador de tesoros, quien terminará consiguiendo su botín después de excavar y remover bajo el polvo y el hollín acumulados en silencio bajo las cubiertas desgastadas y los deslucidos lomos. Y saldrá indemne como Teseo de ese laberinto, alborozado tras atisbar desde su gavia la proximidad de la tierra firme, como Maqroll, el personaje imaginado por Álvaro Mutis. La búsqueda puede convertirse en sorpresa, y así, cuando el escritor localiza entre aquellas pilas de amontonados libros un título propio, desaparecido ya del tacto y la visión de los mortales. Le ocurrió a un amigo en el curso de su arqueológica prospección en pos de quién sabe qué nombres u obras. Los trofeos obtenidos pasarán a formar parte de otro espacio, de otra realidad, serán también historia con la que edificar nuevas historias, como las tejidas a base de recuerdos que Baumgartner, el protagonista de la última novela de Paul Auster, iba entrelazando para componer las suyas a base de hilvanar las secuencias de una vida fecunda y dilatada, pero también impregnada de ausencias. 

No hay límites para los libros, decíamos al principio de esta pequeña reflexión, su legado persistirá mientras el ser humano continúe protagonizando su particular viaje. 





domingo, 12 de mayo de 2024

Crónica sentimental de Bogotá, generosa e inolvidable

Una semana después, es tal el acúmulo de sensaciones, la impregnación de aromas, el torbellino de nombres y palabras enredadas que no resultará fácil ponerlo todo en pie. Al otro lado del Atlántico han quedado unos días cuya impronta es seguro que se hará notar en el cuño de la escritura que está por venir, en la propia forma de leer e incluso de mirar. Cálida Bogotá agazapada entre cerros, rehén de la lluvia, vespertina y caprichosa, con sus gentes cercanas y abiertas de par en par al abrazo, sin prejuicios ante el verso ajeno, ofrenda que acogen libre de prebendas, expresión de una generosidad heredada del aliento agreste de la naturaleza y la vecindad del trópico. Porque es Bogotá territorio crecido desde los contrastes, con sus calles ensortijadas por el tráfago del tránsito, infinitas avenidas que responden a la nomenclatura de las cifras, norte, sur, este y oeste, ciudad que despliega sin límite sus brazos, panorámica bajo la neblina desde la cima de Monserrate. Un olor a café excita los paladares, la densidad de una carimañola rellena de queso costeño se deja querer entre los labios, el ritmo del bambuco aligera los miembros... Todo lo aprendido y vivido rebosa en las cocteleras de la memoria, recuerdos con nombres propios que lo son de quienes se cruzaron en este vuelo, dejando su impronta plena de empatía y ternura, pero también de la forja de su palabra, ávida de mestizaje. Su descubrimiento enriquecerá el acervo de la experiencia, contribuirá a hacer más humano el mensaje, adelgazando el alfabeto de la vanidad. Ha sido Bogotá escuela y marchamo para otra forma de interpretar el camino, la del aire que fluye lentamente en las alturas y se cuela dificultoso hasta los pulmones, relajando las aristas de la vida, mostrándonos las señales de un tiempo y sus augurios ancestrales. Bogotá la del Chorro de Quevedo, la de los murales de La Candelaria, con sus aromas a chicha y ajiaco recién servido, Bogotá la que se postra ante el Divino Niño o aguarda cada tarde El minuto de Dios. Es hora de dejar macerar las imágenes, los sones de esta urbe que nunca duerme y que bulle en las aceras, donde todo es posible, como la luz que emana de esos ojos que te miran con descaro. De vuelta, resuenan los ecos de la tarde vivida en aquel colegio de Zipaquirá donde estudiara Gabo, la calidez de un auditorio rendido a la magia de la escritura, sin distinción de fronteras ni colores de la piel, solo una voz entonces, la del comunicador infatigable que busca la complicidad que surge de las páginas de un libro y abre sus cajones para compartir el tesoro que cobijan. Aún eriza la piel el dulce regusto del viaje, la temperatura de los instantes y los abrazos que quedaron allí, a la espera de un retorno solo escrito en las galeradas del futuro. 




Vistas de Bogotá desde Monserrate y calles de La Candelaria



Lectura en el Centro Gabo de Zipaquirá


Con escritores y gente de la cultura de Colombia en el Pabellón de España de FILBo