viernes, 21 de febrero de 2020

Reseña de "La última vez que fue ayer", de Agustín Márquez, para el Aula de la Palabra


Notas para la presentación de "La última vez que fue ayer" (Candaya, 2019), de Agustín Márquez, en el Aula de la Palabra de la Asociación Cultural Norbanova. 
Cáceres, 21 de febrero de 2020

No todo va a ser poesía en el Aula. Aunque a veces la narración esconda retazos de prosa poética. Hoy presentamos la novela “La última vez que fue ayer”, opera prima de un autor que sin embargo no es nuevo en esto de la literatura, habiendo participado en diversas antologías como “Versos al aire”, “Taxi!!!” o “Los 52 golpes”. Agustín Márquez, nacido en Madrid, pero con ascendencia extremeña, es uno de esos escritores con mucho por decir, con una facilidad inusitada para la palabra. Lo demuestra sobradamente en las páginas de esta novela que augura sin duda un más que prometedor itinerario por el siempre difícil sendero de la narrativa. Y es que “La última vez que fue ayer” contiene una prosa que fluye ágil, cercana, convirtiendo su lectura en una experiencia que aúna ternura e ironía, pero que también incita a la reflexión, a la contemplación de nosotros mismos como protagonistas de una realidad intrahistórica que en el libro aparece representada por un universo en constante evolución que es el barrio que sirve de telón fondo de toda la trama, dotado de vida propia más allá de la de aquellos que en él habitan pero que deja su huella y marca a todos ellos. El motor que impulsa los acontecimientos y que gobierna ese microcosmos en el que conviven los distintos personajes, es no obstante el tiempo, el inexorable latigazo del calendario. En la novela, el autor se convierte en testigo omnisciente de cómo su barrio va haciéndose mayor, ofreciéndonos una visión a ras de tierra, pero igualmente cenital, de tres de sus edades. Así, el relato se organiza cronológicamente en tres momentos, que se identifican con los años 1988, 1992 y 1994, trazando un discurso que va conformando la madurez del narrador al tiempo que la del propio barrio. La transformación que uno y otro experimentan en sus distintos ámbitos es el eje que vertebra la historia, y la consciencia de que los días, los meses, los años, van pasando a engrosar las huestes de un tiempo consumido, de una manera de entender el mundo, de interpretar las cosas, que ya no podrá volver, como tampoco aquellos que se han ido quedando por el camino.  Otra de las referencias de la novela es la cotidianidad, los sucesos a pie de calle, el tránsito de los figurantes que van desfilando y que iluminan el paisaje cambiante del suburbio. En “La última vez que fue ayer”, Agustín Márquez se convierte en cronista de unos personajes que se mueven en ese océano del extrarradio, construye retratos y semblanzas psicológicas dotadas de un sorprendente realismo, que integran sus propias experiencias en el engranaje colectivo, convirtiéndose en piezas que solo el tiempo llegará a modificar a su antojo: el camello y los yonquis, la prostituta, el informático, la gente de los bares, el abuelo emigrante… Y por supuesto los adolescentes que forman parte del círculo más próximo al narrador y cuyos nombres no importan, solo su condición de “chicos”, criaturas del barrio y en algunos casos, víctimas también de él.  


         El lector que se acerque a esta novela se hallará sumergido de inmediato en ese pequeño continente que, poco a poco y quizá sin poder evitarlo, va cambiando su fisonomía al igual que cambian también sus habitantes. Pero no todo es contemplación, ni el narrador un mero espectador de la vida que en torno a él va transcurriendo con sus claros y sombras. Desfila por estas páginas el sentir de su yo más íntimo, los aconteceres de un destino no necesariamente transparente que impenitente da cuenta de ese ayer que un día fue presente y cuyo rostro va metamorfoseando como sus propios rasgos, manteniendo solo vivos los recuerdos, los olores, las pesadillas, las forzadas ausencias cuyo aguijón no deja de clavarse y que regresan una y otra vez, desplegando sus fotogramas como esa secuencia de la vida que dicen desfila ante los ojos en el último instante. Imaginamos un incesante travelling de principio a fin, aluvión de segundos que avanzan a cámara lenta, pero ininterrumpidamente, y que nos dejan la impronta de seres, de lugares, de sentimientos, que reflejan lo cruel a veces, otras lo rutinario, pero siempre lo humano, próximo, reconocible. Buen ejemplo de ello es la última secuencia del libro, y muy en especial el intenso monólogo en segunda persona del capítulo sexto, que pone los vellos de punta. Rescata el autor elementos y ecos de una niñez que nos traslada a los años ochenta y primeros noventa del pasado siglo, plagada de iconos que marcaron una época, de confidencias y anécdotas que quienes vivimos esos años captamos al instante. El protagonista se ve inmerso en el cambio de rumbo y, muchas veces, la deriva de todo aquello que le rodea, percibiendo cómo su forma de entender e interpretar lo cotidiano sufre un mazazo irreversible por efecto de los nuevos referentes y los acontecimientos, quizá no siempre bien comprendidos y asumidos, que terminarán desterrando ese mundo que había sido el suyo. Un mundo en el que no existían los móviles, donde internet aún no había hecho inútiles las enciclopedias y las únicas redes sociales eran las que surgían espontáneas en un patio de escaleras, en los recreativos o en el descampado, en una partida de canicas. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario