sábado, 9 de agosto de 2025

Regreso a Pompeya

La tragedia vivida por los habitantes de la ciudad romana de Pompeya, en el año 79 de nuestra era es uno de esos hitos históricos que ha dejado huella en el imaginario colectivo desde que a mediados del siglo XVIII se iniciasen las excavaciones en el sitio arqueológico, precisamente durante el reinado de Carlos VII de Nápoles (posteriormente Carlos III de España). Los hallazgos y el redescubrimiento del pasado conectaron con el naciente movimiento del Romanticismo, convirtiéndose en un tema recurrente en los diferentes ámbitos del arte.  Hoy, en el siglo veintiuno, la estampa del Vesubio continúa infundiendo respeto, aun cuando desde 1944 su vientre permanece en reposo, y solamente su imponente silueta alzada sobre el Golfo de Nápoles mantiene vivo el recuerdo de sus pasadas erupciones, algo que, sin embargo, no habría disuadido a las casi tres millones de almas que se asientan en sus zonas aledañas, confiadas de que aquel episodio de la antigüedad no volverá a repetirse. Como un dios dormido, resplandece el monte sobre el azul del Adriático, testigo de las mutiladas columnas de lo que un día fueran templos en el rectángulo del Foro, desvencijados mármoles del tiempo de los Flavios, rescatados bajo el manto de la ceniza.


Foro de Pompeya con el Vesubio al fondo

Pompeya son todavía sus calles, sus manzanas de viviendas y comercios, las voluminosas piedras que conforman su pavimento. Es el testimonio de un tiempo en el que reinaba la vida, cuando, en palabras de Antonio Colinas (XI, Noche más allá de la noche), "está firme aún el mármol, y seguros, los besos  / en los besos se sacian de bocas prodigiosas". Aún se respira humedad bajo las bóvedas de las termas. Donde estuvo el frigidarium, viene a la mente la imagen de los bañistas, ignorantes del destino que aguardaba, del veneno que fermentaba en las entrañas de la montaña. Junto a las termas, aún pueden verse los mostradores donde se servía el vino, los hornos donde se cocía el pan. Se escucha lejano el eco del trasiego de las gentes en la mañana cálida. Y como entonces, también hoy arde el mar, parafraseando a Gimferrer. 





Calles de Pompeya, interior y detalle de las termas. Hornos de pan

Es mediodía y el sol de julio deja su mella en los rescoldos de la piedra, en la avenida donde todavía se erigen los monumentos de la necrópolis, camino de la Villa de los Misterios, en el extrarradio de la urbe. Como en la Vía Appia, los pompeyanos también eligieron las afueras para instalar sus túmulos, y éstos parecen haber permanecido inmunes a la avalancha de material volcánico, lluvia de muerte donde ya reinaba la muerte. 



Construcciones funerarias en la necrópolis

Más allá, ante la impresionante mole de la Villa de los Misterios, uno no puede sino admirar la magnificencia y esplendor de las mansiones patricias, el elegante atrio, el triclinium, con sus maravillosas y bien conservadas pinturas de contenido mitológico, cuya interpretación no es pacífica, aunque por lo general se identifican con un ritual de iniciación al culto de Dionisio.  Me detengo en la escena del primero de los paneles situado a la derecha. Una joven observa al visitante con su mirada de veinte siglos mientras una criada le peina la melena. Completa la escena la representación de Eros que, espejo en mano, refleja el rostro de aquélla, ya purificada después del rito. Ha completado su transición a la edad núbil, aunque conserva en los ojos el brillo de la adolescencia y acaso un cierto atisbo de picardía e insolencia. Uno se siente intruso en un territorio donde el reloj se detuvo inopinadamente, donde sus habitantes quedaron petrificados en los moldes del silencio. Rescato aquí los versos del extremeño Santos Domínguez, que cierran su poema sobre Pompeya, incluido en el libro Regulación del sueño, y que expresan esa sensación: "...la luz incandescente de un tiempo sin orillas / y el silencio inclemente de la piedra fundida".  


Villa de los Misterios


Pinturas del triclinium


Pompeyano conservado en yeso


Detalle de las pinturas

Se han convertido en leyenda aquellos últimos días de la ciudad, han inspirado historias, ficciones sobre sus habitantes y el forzado abandono de sus viviendas. Desde el historiador romano Plinio el Viejo, que pereció a consecuencia de la inhalación de los vapores tóxicos, hasta Edward Bulwer Lytton, autor de la novela Los últimos días de Pompeya (1834), la erupción del Vesubio ha llenado páginas, iluminado pinturas y despertado el interés de los cineastas, que han fantaseado con los episodios y las secuencias de los días anteriores y posteriores al desastre. Hoy, aquel aire, repleto de iconos, acaso ebrio del pasado, dispersa ahora el plomizo residuo que encaneció como luctuosa caricia las curtidas espaldas, los paganos misterios. Se detuvo el reloj, se astillaron los muros, congelado el olor de la piel en los lupanares, ajeno el placer al acecho de la muerte. 












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