Acaso nuestra sociedad, el mundo que conocíamos, no estaba preparado para esto. Ajeno el fantasma de la guerra, las que están repartidas por los distintos continentes apenas inquietan al cómodo occidental que consume series en plataformas digitales o se divierte chateando o jugando on line con sus colegas. Tampoco el drama de quienes se dejan la vida buscando un lugar mejor donde poder sobrevivir con lo más básico. Pero esto nos ha venido a golpear directamente en la línea de flotación de la rutina, de la indiferencia con que muchas veces contemplamos todo aquello que bulle más allá de los cristales de nuestra ventana. Ahora se trata de algo que no vemos y que tiene la capacidad de infiltrarse entre nosotros, que no hace distingos y que, para más inri, te puede matar. En estas circunstancias, los emporios financieros, las disputas por ocupar uno u otro sillón, la reserva que pagábamos a plazo para el crucero que proyectábamos este verano, realmente poco significan. Acostumbrados a que el aluvión de noticias estresantes del telediario no vayan con nosotros, nos damos cuenta de que todas esas cosas que tanto nos seducen se volatilizan al mínimo envite de la galerna mientras damos la espalda a otras que de verdad son importantes.
¿Qué pasará ahora con el Coronavirus? Por mi parte, lo tengo más que claro. Algún día, cuanto ahora nos aflige, acabará por ser historia, y entonces, no tendremos idiomas, palabras ni tiempo para agradecer lo bastante a tantos profesionales que, en sus distintos sectores, están trabajando para que así suceda. De todos modos, el camino no va a ser corto, ni mucho menos. Cuarenta años tardó el pueblo de Israel en cruzar el desierto desde Egipto hasta la Tierra Prometida, según reza el libro del Éxodo. No será tanto ahora, pero hay que tener los pies en el suelo. Las autoridades políticas y sanitarias nos dicen que es cuestión de paciencia, de contención y de responsabilidad. Ciertamente. Pero es indiscutible que la curva de afectados sigue creciendo y que lo hará todavía un tiempo. Me pregunto qué pasará luego. ¿Cuándo habrá garantías de que las ciudades vuelven a ser transitables, que los estudiantes pueden regresar a sus clases sin miedo al contagio, que los estadios, que la cultura, pueden abrir sus brazos al público que tanto tiempo ha estado aguardando ese reencuentro? Regresando a la Biblia, ¿habrá que dejar volar una paloma para ver si retorna con una rama de olivo en su pico? Son tantas las preguntas que se me ocurren. Y lo que más me agobia es que entretanto, muchos quizá no lleguen a ver el final de este túnel. Después, como cuenta la historia de Noé, otro será el mundo sin duda, habrá que empezar de cero en muchas cosas, tardaremos meses, quizá años, en recuperar la conciencia de la seguridad, adquiriremos nuevos hábitos, acaso mejores, que nos permitirán encarar el futuro con otros ojos. Porque los socavones que dejará este tornado no serán solo cosa de estadísticas, ¿qué espera a cuantos verán sus actividades suspendidas, sus puestos de trabajo pasar a un peligroso stand by a la espera de una normalización que puede tardar en llegar? Cualquier ayuda siempre parecerá poca y el esfuerzo será tarea de todos, comenzando por quienes ostentan la responsabilidad de los poderes públicos y disponen del control de los recursos. Se ha dicho que este virus no conoce fronteras ni ideologías y quizá esta sea una buena oportunidad para apartar diferencias y encauzar en una misma dirección todas las manos, desterrando prejuicios y rencores previos.
Duele la poesía a merced de este seísmo. Sin duda, es bálsamo necesario para despejar los nubarrones que se ciernen sobre la forma de vivir despreocupada y egoísta que la sociedad ha terminado haciendo suya. Pero también uno, como diría Machado, sufre la angustia "que habita mi usual hipocondría", se ve superado en medio de todo esto y le cuesta enhebrar el verso, buscar en él la receta para dulcificar los males del alma en un momento en que el cuerpo deambula acorralado, inerme ante enemigos a los que no sabe presentar batalla y que acechan sin tregua, distanciándonos unos de otros, levantando fronteras y reeditando un temor que acaso habíamos olvidado desde pretéritas edades o que solo parecía cosa de películas.
Retomando la excusa de la poesía, cierro estas reflexiones transcribiendo el último poema de mi libro "Arcanos Mayores" (2012), perteneciente al "Monólogo del Loco", inspirando en ese extraño naipe del Tarot que carece de número y que muchos sitúan al final de la baraja.
El signo de los tiempos viene marcado
por la virulencia de los fenómenos meteorológicos,
por la sacudida inopinada de las placas tectónicas.
Preocupa el agotamiento de las ideologías,
las heridas abiertas de par en par
en el tejido artificial de los continentes.
Mientras, el magma hierve y disminuye las defensas
a fuerza de estirar los argumentos.
Quizás sea el momento de “El Loco”,
aquel que camina con su hatillo
temeroso de mirar al frente
y un perro le lame las calzas
al borde del acantilado.
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