Completo hoy las crónicas familiares que iniciara la pasada Semana Santa con el relato de los vínculos que tanto por vía paterna como materna me unen a la Cofradía de la Virgen de la Montaña, Patrona de Cáceres, y cuanto de ello se deriva. Dicen que uno es lo que ha aprendido, lo que ha vivido y experimentado en su entorno más cercano e íntimo. Cierto es que la vida se conduce por caminos que no pocas veces distorsionan esa experiencia inicial, que es frecuente que los avatares del itinerario hacia la madurez supongan dejar a un lado costumbres, ritos, personas y hasta ciudades. Lo que ayer marcó nuestra cotidianidad, hoy puede ser tan solo un recuerdo borroso o un conjunto de arrugadas fotografías con rostros y lugares quizá no reconocibles. Pero no ha sido esto último lo ocurrido, al menos conmigo, y buen ejemplo de ello es precisamente la subsistencia de aquellos lazos que quienes nos precedieron habían establecido con una ciudad y unas tradiciones que luego generaciones posteriores hemos llegado a interiorizar y de este modo, pasar a formar parte de ellas, sin perjuicio de los vaivenes y turbulencias con que el paso del tiempo ha ido modelando la sociedad y su forma de interpretar la vida.
Llevo asistiendo a la bajada de la Patrona desde aquellos años de colegio en que tenía que pedir permiso para salir esa tarde un poco antes de clase para poder acompañar a mi madre hasta la Montaña. Allí esperaba ya mi padre, bajo el arco de entrada a la galería de la ermita, apenas iniciado unos metros el peregrinaje de la Virgen. Aún recuerdo el cariño de ilustres hermanos, ya desaparecidos, que compartían con él el oficio de disciplinar el cortejo hasta su jubilosa recepción en Santa María, bajo un Arco de la Estrella ya adormecido, sobresaltado de súbito por el estertor de los tambores. Años y años, crecer y crecer, y hacerlo hasta poder acomodar el hombro bajo los varales de esa imagen pequeñita, de rostro generoso y aniñado, talla que, para quienes así lo creemos, trasciende más allá de la madera de que está hecha, encarnando la promesa y la esperanza de que, quienes antes cargaron con ella, nos acompañan todavía, Montaña abajo, presentes siempre, en el proceloso océano de la fe.
Bajada de la Virgen de la Montaña en 1973. Aún sin el hábito de la Cofradía, pero ya portando la medalla, escoltan a uno sus padres, Cecilia Flores y Juan José Gómez Rico.
Históricos cofrades en la bajada de la Virgen. De izquierda a derecha, Fausto Picapiedra, Juan José Gómez y Ruperto Flores Rico, entonces directivo (hacia 1973).
Es dos mil veinte y hoy no se abrirán las puertas del Santuario para celebrar el tránsito de la Patrona hasta las entrañas de Cáceres. No habrá muchedumbres que la sigan a lo largo de su recorrido ni Felisa pondrá a prueba el vigor de su garganta para proclamar el cariño a la "cacereña bonita" mientras capitanea el coro de los fieles que como una piña la secundan, aguardando el privilegiado momento de portarla, siquiera unos minutos. No celebrará la Calle de Caleros su cincuentenario como Hermana de Honor de la Real Cofradía recibiendo una vez más a la Patrona. Deberá aguardar todo hasta que las circunstancias sean verdaderamente favorables y permitan con seguridad que el torrente de almas que la acompaña pueda hacerlo sin temor a la dentellada de este virus que nos ha cambiado el mundo.
Entretanto, uno recuerda sus horas en compañía de la Virgen, con el apoyo y cariño de sus hermanos. Los que lo fueron desde la familia, los que se convirtieron en familia en la solidaridad de la carga, celebrando reencontrarse año tras año. En mi caso, estos días vienen repletos de recuerdos de momentos que constituyeron un honor y que aún duelen, por quienes no pudieron disfrutarlos. Hace unos días, el 18 de abril, se cumplían doce años del Pregón que tuve la oportunidad de pronunciar, aún tibio el dolor por la pérdida de mi padre, el que fuera Jefe del Turno Cuarto, y con su medalla pendiente del atril. Y muchos años más atrás (1974), en el cincuentenario de la Coronación Canónica, los Juegos Florales que conocieron mi primera alegría literaria.
Saludo a la Reina de los Juegos Florales del Cincuentenario de la Coronación Canónica de la Virgen de la Montaña (1974), en acto celebrado en el Gran Teatro de Cáceres
Pregón del Novenario. 18 de abril de 2008. Sala Clavellinas.
Juan José Gómez Rico, Ruperto Flores Rico, unos y otros, fieles a la Patrona, que nos enseñaron a venerarla, y en definitiva, a valorar la ciudad que nos vio nacer. Ellos ya hace tiempo que partieron, para contemplar desde otras latitudes cómo este mundo ha continuado remando a viento y marea, cómo la realidad que fue la suya es hoy bien distinta. Nuestro mejor tributo ahora es impedir que el olvido haga suya su memoria. Cambian las gentes, los hermanos de carga, la forma de celebrar todo aquello que significa la Virgen. Mas nunca podremos prescindir de quienes nos hicieron como somos, aquellos que seguro lamentarán también hoy que las puertas de la ermita permanezcan cerradas.
Histórica fotografía correspondiente al 25 aniversario de la Coronación Canónica de la Virgen de la Montaña (1949), en la que se aprecia, en primer término, a los cofrades Sixto Fernández Borrella y Ruperto Flores Rico. El primero sería luego, años más tarde, Hermano Mayor de la Real Cofradía. Foto procedente de mi archivo, cedida por Manuela Flores, hija de Ruperto y prima del que que escribe.
Fotografía de Juan Guerrero. 1992. La procesión de subida, con el Turno Cuarto, dirigido por Juan José Gómez (izquierda), bajo la supervisión del Hermano Mayor Sixto Fernández Borrella.
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