Mi bisabuelo materno, Marcos Flores Martín, falleció el 31 de mayo de 1890, en Cáceres, víctima de una tuberculosis pulmonar. Tenía cuarenta y ocho años de edad y había nacido en la localidad de Garrovillas de Alconétar. A finales del siglo XIX, esta enfermedad constituía una auténtica pandemia, en momentos en que, como los que vivimos hoy, todavía no existía una cura eficaz. Fueron miles también los afectados por este mal, que llegó a asociarse con el espíritu del romanticismo e incluso con la creatividad, habiendo sido víctimas de él conocidos artistas como el músico Fréderic Chopin o el poeta Gustavo Adolfo Bécquer, sin olvidar su huella en obras como "La Traviata" o "La Bohème". En unos días en que el mundo que conocíamos se tambalea por mor del coronavirus y reviven tantos fantasmas de otras épocas, habrá que pensar que finalmente aquellas viejas pandemias terminaron pasando y se recuperó la normalidad, no sin haber aprendido el ser humano la lección y alentarse multitud de avances científicos que poco a poco nos fueron haciendo más fuertes, pero nunca inmunes del todo a nuevas amenazas.
Volviendo a Marcos, se había trasladado a Cáceres con la esperanza de una vida mejor, y de hecho, consiguió levantar un negocio de hostelería que ejerció desde los viejos "aguaduchos" o quioscos de refrescos que se instalaron en la antigua bandeja de la Plaza Mayor, en concreto desde los dos situados en la parte inferior, más próxima a la calle Gabriel y Galán, en la zona donde la bandeja gozaba de mayor altura por el desnivel existente, circunstancia que le permitía disponer incluso de habitaciones a modo de almacén en los bajos de dicha bandeja. A su muerte, los quioscos pasaron a dos de sus hijos, uno de los cuales sería el abuelo de quien ahora escribe.
Imagen de la Plaza Mayor de Cáceres a finales del siglo XIX, procedente de Tarjeta Postal (Papelería Alcoyana, 1900). Se observa la parte inferior de la bandeja central, con sus escaleras para salvar el desnivel y los dos quioscos de refrescos (aguaduchos) que regentaron Marcos Flores y sus hijos. En detalle, la altura de la bandeja, que permitía habitaciones y espacio utilizable bajo su suelo.
Han pasado años, décadas e incluso más de un siglo de todo ello. Cuántos Domingos de Ramos y cuántas celebraciones en torno al óvalo de la vieja Plaza Mayor, tan proclive a múltiples cambios de fisonomía. Tanto tiempo, que en menos de dos meses se cumplirá el centenario del nacimiento de mi padre, Juan José Gómez, que nació un 27 de mayo de 1920, cuando todavía se sufrían las secuelas de la que fue conocida como "gripe española". Él se casaría luego con una de las nietas de Marcos, la más joven de todas, Cecilia, y durante toda su vida permanecieron en Cáceres. Fue uno de los primeros hermanos de la Cofradía de los Ramos, del Cristo de la Buena Muerte y la Virgen de la Esperanza, con sede canónica en la Parroquia de San Juan, cofradía fundada en 1946, con la dirección espiritual de su cura párroco, D. Julián Macías. Conservo fotografías de la procesión conocida popularmente como "La Burrina" atravesando la Plaza Mayor en la década de los años cincuenta, en esos primeros años de la Hermandad, acompañado el paso con cientos de palmas.
Procesión del Domingo de Ramos durante los años 50 del siglo pasado. En la primera fotografía, el segundo hermano en la fila es el padre de quien escribe este Blog, a quien vemos también cargando con el paso de "Entrada de Jesús en Jerusalén", al final del varal.
Entonces, el corazón del recinto estaba ocupado por aquel frondoso jardín con palmeras y suelo a modo de teselas de piedra portuguesa, como el que todavía conserva la Plaza de San Juan, jardín que rodeaba el cortejo procesional, que bajaba desde la Gran Vía para retornar al templo por la calle de Pintores.
Plaza Mayor de Cáceres a finales de los años cincuenta
Como mi padre, quise también ser Cofrade de Los Ramos, y seguir llevando al cuello su medalla, la misma que él había portado durante tantos años. No lo podré hacer en este, cuando se cumple su centenario. La tormenta que ahora nos tiene cautivos se conjuró para que en esta ocasión, los pasos procesionales se quedaran en los templos y no hubiera desfiles, ni el bullicio de la gente en las calles de nuestra ciudad.
Difícil concebir un Domingo de Ramos sin "La Burrina", sin el alboroto propio del principio de la Semana de Pasión, sin ramas de olivo ni palmas doradas. Aún custodio la que llevé en 2015, cuando tuve el honor de pregonar la Semana Santa de Cáceres. Sirva el siguiente fragmento de aquel Pregón para no olvidar que, pese a la forzosa clausura, hoy es de nuevo Domingo de Ramos.
"Mediodía del primer domingo, el de los nardos y las palmas, el del alborozo y las ramas de olivo, el del agua bendita. Como en volandas, un hombre transita sereno sobre un pollino, rodeado de la chiquillería, le sigue entregado todo el pueblo, desciende pausadamente, sorteando casi sus acometidas. Le vemos aparecer bajo el anguloso trazado del Arco de la Estrella. ¿Quién puede imaginar ahora el destino que le aguarda? El gozo de los cánticos no concibe la frialdad y el hosco bronce de los clavos, ni el vino que teñirá de sangre la negra aurora. Hoy todo son parabienes, desde las almenas, una ofrenda de pétalos desciende pluvial sobre su cabeza, el amarillear de las palmas ondea por los senderos del Adarve. Sea pues el aroma embriagante del olivo, largo y dulce en los labios".
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