Es difícil escribir algo en estos días que no tenga que ver con el coronavirus. Desde que la epidemia se instaló entre nosotros, nuestra libertad ha quedado cercenada por efecto del miedo al contagio, por el impacto de las constantes noticias que anuncian cifras de víctimas y afectados. Hablar del "pico de la curva" se ha convertido en algo cotidiano, y en puridad, ni los responsables políticos ni los gurús de la comunidad científica se ponen de acuerdo acerca de cuándo y cómo podremos volver a interactuar con garantías. Desde el retiro forzoso que esta situación ha impuesto, y a través de la ventana que la tecnología ofrece, observo las distintas iniciativas que personas y colectivos han emprendido para dulcificar la candente realidad de la pandemia. Tienen el reconocimiento de quien, como ya dijera en una entrada anterior, prefiere mantener el silencio y la resignada contemplación de los días que van transcurriendo, cautivos del desasosiego. Como diría Pessoa: "Hace dos días que no para de llover y que cae del cielo ceniciento y frío una lluvia de un color tal que aflige el alma".
Solo la lectura cauteriza las heridas y el embrión de cada nuevo poema huele a anestésico. Cada pérdida es una carga de profundidad que estalla entre las sienes. El miedo late enquistado en los alveolos. Vuelvo a Pessoa: "Siento el tiempo con un dolor enorme". La estética se resquebraja ante la crueldad del frío, los colores se difuminan. Aguardo en mi propio cuarto, a la manera de Virginia Woolf, interrogándome, releyendo a Emily Brontë, que vaga desorientada en medio del páramo: "Why is the sun's last ray so cold". Los poetas de hoy no han conocido la miseria, acaso sí la indiferencia.
En para "Después del terremoto", Murakami rescata en sus relatos el surrealismo ante la magnitud del sufrimiento humano, en este caso, a consecuencia de un terrible seísmo en tierras japonesas. No muy lejos surgió el coronavirus que ahora condiciona el argumentario del lenguaje. Oriente se ha infiltrado en nuestras vidas y hoy, todos somos hikikomoris, rehenes entre las cuatro paredes de nuestro cuarto, comunicados con el exterior a través de la red y a expensas de una decisión que mitigue la arritmia que nos ahoga. Escucho "The moon is a silver dollar", de Lawrence Welk. La vida es una novela, mezcla de emoción e incertidumbre, laberinto y suspense.
Dichos ingredientes están presentes en la narrativa de uno de los últimos fallecidos por COVID 19, el chileno Luis Sepúlveda, al que tuve la oportunidad de conocer en noviembre de 2009 con ocasión del X Congreso de la Asociación de Escritores Extremeños que se celebró en Cáceres. Junto a sus títulos "Un viejo que leía novelas de amor" o "Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar", Sepúlveda cultivó el género de la novela policíaca, con obras como "Diario de un killer sentimental" o "Yacaré", ambas reunidas por Tusquets Editores en el volumen que entonces me pudo firmar y que conservo con especial cariño, reproduciendo a continuación esa dedicatoria en su homenaje.
De esperanza nos hablan los siguientes versos de Gerardo Diego, pertenecientes a su libro "Cementerio Civil". A su poesía me encomiendo ahora, cuando la tarde se encamina hacia la oscuridad, cubriéndose de nubes.
"Siempre habrá algo tras la muerte.
La vida sigue lisa, unida,
y aun sin contar con otra vida
la vida en la vida revierte".
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