viernes, 10 de abril de 2020

Mediodía de Viernes Santo. Cofradía de los Estudiantes. Cáceres

LAS SIETE PALABRAS DEL CRISTO DEL CALVARIO
 (Texto leído en la III Velada Literaria del Cristo de los Estudiantes, 28 de febrero de 2020)

Primera palabra: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”

Con el cielo nublado y un amago de lluvia en la garganta, ventoso abril de contenidos suspiros, hierve Santo Domingo la mañana de Viernes Santo. Próximo el alboroto de los preparativos, el trasiego de las imágenes, negros y blancos, oscuridad y rescoldos de luz que han sobrevivido a la madrugada. Ya está Jesús sobre su alfombra carmesí, aguardando la caricia del aire, aún acaso con los ojos abiertos. Sabe que pronto, una miríada de rostros convergerán en sus miembros doloridos, en la indefensión de sus manos y sus pies, amarrados al madero. Pero Él solo tendrá palabras para ignorar la ofensa, para clamar compasión, para abolir la ceguera y la venganza de los hombres que le han llevado hasta allí haciendo oídos sordos a su mensaje, que le han vuelto la cara, empujándole al martirio. Él se aviene a descalzarse, a despojarse de sus vestiduras para ponerse en manos de sus verdugos, y aun así, no les guarda rencor. ¡Qué mayor muestra de entrega, la de quien se somete, la de quien agacha la cabeza y acepta en sus propias carnes un destino que es el de todos!.

Segunda palabra: “Yo te aseguro: Hoy estarás conmigo en el Paraíso”

Los cofrades conducen al Cristo fuera del templo. Desde los balcones, la gente contempla su sacrificio en silencio. Solo los acordes de la banda marcan el paso de la imagen. Al verle, alguien recuerda a sus seres queridos que ya partieron, se pregunta dónde quedó el hálito de aquellos a quienes un día abrazamos. La generosa faz del crucificado reconforta los pensamientos que asaltan al hombre desvalido, desorientado. Pero Él ya aseguró a uno de sus compañeros en el suplicio: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Alimenta su esperanza el creyente con la savia de la misericordia, la que escancia Jesús desde su atalaya en lo más alto del Calvario, en esas horas en que el mundo ha perdido la cordura y los pies se tambalean sobre la tierra. Él nos enseña que no hay que desfallecer, que la luz siempre habrá de imponerse sobre las tinieblas.



Tercera palabra: “Mujer, ahí tienes a tu hijo […] Ahí tienes a tu madre”

En medio del tumulto, envuelto en un abanico de sonidos, olores y ojos extraviados, el Cristo del Calvario prosigue su itinerario, fuertemente sujeto por efecto de esos clavos que inmisericordes taladran sus extremidades, mientras solamente sus cabezas redondeadas asoman, testigos del dolor, entre los resquicios de la piel maltrecha. Inclina entonces la vista Jesús hacia la humanidad que le contempla, aún le quedan energías para un último consuelo en la orfandad de un mundo partido en dos, como el velo del Sancta Santórum, como el corazón de su Madre, hecho añicos junto al discípulo amado, allá arriba, en ese pequeño Gólgota que corona el retablo de la Iglesia del Conventual Franciscano. Quienes ahora observan el paso de los cofrades desde la balconada de la Plaza de la Concepción tienen el privilegio de mirar de frente las lastimadas carnes del Señor, quizá en lo más hondo escuchen esa última sentencia que, dirigida a su Madre, la convierte también en madre de toda aquella grey indefensa, y a nosotros, simples mortales ateridos ante la proximidad del fin, en hijos abiertos a una promesa nacida de ese torbellino amoroso que brota del madero de una Cruz ya convertida en instrumento de redención, como la sangre que se ha tornado en ese océano de pétalos de clavel que le sirve de mullida cama. 

Cuarta palabra: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿Por qué me has abandonado?

La serenidad que rezuman los rasgos de este crucificado de la escuela castellana de Gregorio Fernández no impide que, conturbado por la debilidad inherente a su condición de hombre, como cualquiera de quienes allí contemplan su agonía al pie del patíbulo, se sienta preso de la desesperación y de la impotencia. Es insoportable el daño físico que acumulan sus miembros, muchas las horas de angustia e incertidumbre. Jesús del Calvario, en la luz del mediodía que Cáceres le brinda, confundida en el pujante verdor de los árboles de la Plaza de San Juan, implora la gracia salvadora de la oración, busca el amparo del Padre que parece haberse difuminado. Acaso la multitud no escucha su ruego, contagiada del ritmo de los tambores y la estridencia de las trompetas. Pero Cristo, que comparte las flaquezas del ser humano y se siente acorralado por la furia de los elementos, necesita también el bálsamo de la confianza, el salvoconducto de una plegaria que alivie sus heridas. 


Quinta palabra: “Tengo sed”

Jesús tiene los labios secos, agrietados, se precipita sobre ellos la sangre desde las espinas que cubren su cabeza. Apenas puede articular palabra y cada vez le cuesta más llenar de aire sus pulmones en esas horas aciagas prendido de la Cruz. El cortejo enfila la Gran Vía y el golpeo de las horquillas sobre el pavimento se alterna con los sones de las marchas que interpreta la banda. Jesús pide agua, necesita humedecer su boca, cada vez más áspera y reseca. Nos mira con la misma dulzura que a aquella mujer samaritana a quien pidió de beber junto al brocal del pozo. Él ofrece sin embargo un agua que da vida, que sana a quien la recibe con humildad y confianza, que proporciona el sosiego. El Cristo del Calvario quiere hacernos partícipes de esa promesa, Él, que se duele ahora, sediento y huérfano de la compasión de quienes no le han escuchado, Él, que es agua viva. 


Sexta palabra: “Todo está cumplido”

En la Plaza Mayor, el pueblo rodea las andas del Santísimo Cristo. La humanidad entera contempla el holocausto del crucificado, cuyo destino está próximo a cumplirse. Van cerrándose sus ojos, relajándose sus miembros. La muerte se infiltra violácea en sus carnes, todo parece acabado. Pero la salvación necesita del árbol de la Cruz, Jesús tiene que ser exaltado, puesto en lo más alto, como la serpiente que levantó Moisés en el desierto, para que quienes le contemplen sean curados de sus males. Por eso, junto a la ermita de la Paz, a los pies de la Torre de Bujaco, los cofrades estiran sus brazos para alzar la imagen y aproximarla al cielo. Con entusiasmo, como una piña, aúpan al Cristo para dar testimonio de que, cumplida la escritura, inmolado el Cordero, su entrega no ha sido en balde.


Séptima palabra: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu

Apenas le queda resuello a Jesús cuando, en volandas, inicia el camino de regreso al templo sobre los gastados adoquines de la calle General Ezponda. El Vía Crucis llega a su fin, y la Cofradía, que desde sus inicios quiso hacer de su desfile penitencial el mejor exponente de ese itinerario de la Cruz, de esas estaciones de dolor, bien lo sabe. El Señor abre los ojos por última vez para ponerse en manos del Padre, para dejarse abrazar por Él, que misericordioso le abre las puertas de su reino. Arropado por la música y derrochando belleza, a hombros de sus hermanos y hermanas de carga, el Cristo del Calvario retorna por fin a Santo Domingo. Jesús, que acaba de expirar, aguarda la frialdad del sepulcro. Por la tarde, el Santo Entierro recorrerá un año más con profundo respeto las calles. Pero ya la primavera ha prendido sus brotes de esperanza y el alba, ahora dormida, aguarda su bautismo para hacerse de nuevo visible con tacto de eternidad. 


Jesús María Gómez y Flores
28 de febrero de 2020

Fotografías de Miriam A. Gómez
Semana Santa de 2012






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